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IL POSTINO

IL POSTINO

sábado, 18 de diciembre de 2010

VÍAS OSCURAS


No hay nada tan oscuro como las vías del ferrocarril en mitad de la noche. El tren siguió avanzando y yo me quedé acurrucado allí esperando que pasara la sensación del golpe. Me había dejado caer por el lado izquierdo del tren, en el sendero que corre entre ambas vías, de modo que no hubiera posibilidad de que me viera desde el camino pavimentado que corría a unos cincuenta metros de distancia. Había también un camino de tierra, que conducía a dos pequeñas fábricas, más al fondo. Alrededor había terrenos baldíos, y no había luces. Phyllis debería haber llegado ya. Tenía siete minutos de ventaja, y el tren tardaba seis hasta aquel punto; se podía llegar con automóvil en once minutos al camino de tierra. Yo lo había comprobado muchas veces. Permanecí inmóvil, y miré fijamente, tratando de divisar el coche, pero sin poder verlo. Ignoro cuánto tiempo estuve agazapado allí. Se me ocurrió que Phyllis podía haber chocado con otro coche, que la hubiera detenido un agente de tránsito, o algo así. Sudé frío. Después oí algo, una respiración afanosa seguida de pasos, que avanzaban veloces, un segundo o dos, y se detenían. Era como estar en una pesadilla, con el presentimiento de que ocurriría algo extraño y desconocido, pero horrible. Luego vi. Era ella. Aquel hombre debía pesar noventa kilos; pero lo llevaba cargado a la espalda, asido de las manos, y avanzaba con él sobre las vías, con dificultad. Su cabeza pendía junto a la de ella. Formaban algo así como un cuadro de horror.
Me acerqué, y lo tomé de las piernas, para ayudarla a transportar el peso. Dimos algunos pasos. Ella se puso a descargarlo.
—En esa vía, no. En la otra.
Lo pusimos sobre la vía por la cual acababa de alejarse el tren, y lo dejamos. Corté la cuerda y me la guardé en el bolsillo. Puse el cigarro en el suelo, a medio metro de él, más o menos. Le tiré una muleta encima y la otra al lado de la vía.
—¿Dónde está el automóvil?
—Allí ¿no lo ves?
Miré, y allí estaba, donde debía estar, en el camino de tierra.
—Hemos concluido. Vámonos.
Corrimos hasta el coche, entramos en él, y ella puso el matar en marcha, accionando la palanca de velocidades.
—¡Dios mío! Su sombrero.
Tomé el sombrero, y lo tiré por la ventanilla, en las vías. Está bien, el sombrero puede haber volado. ¡En marcha!
Arrancó. Dejamos atrás las fábricas. Llegamos a una calle.
En Sunset, cruzó estando el tránsito cerrado.
—¿No puedes tener más cuidado, Phyllis? Si nos detienen ahora y me encuentran en el coche, estamos perdidos.
—¿Cómo voy a manejar con esta pesadilla?
Se refería a la radio del coche. Necesitaba que estuviera encendida. Tal vez tuviera que decir, para explicar el empleo del tiempo, que había estada fuera de casa, que me cansé de trabajar y me puse a escuchar la radio. Yo tenía que saber lo que se transmitía aquella noche. Necesitaba saber más de lo que podía averiguar leyendo los programas en los periódicos.
—Es indispensable que esté en marcha; ya sabes que...
—¡Déjame tranquila, déjame manejar!
Llegamos a uno de los barrios de la ciudad, e íbamos a más de cien kilómetros. Apreté los dientes y me quedé inmóvil. Cuando llegamos a un terreno baldío, tiré la cuerda. Un kilómetro después, tiré el mango. Al pasar junta a una alcantarilla, tiré los anteojos. Luego, por casualidad, miré hacia abajo, y le vi los zapatos. Las piedrecitas de la vía los habían rayado.
—¿Qué necesidad tenías de llevarlo? ¿Por qué no me dejaste que yo...?
—¿Dónde estabas tú? ¿Dónde estabas?
—Ahí, esperando.
—¿Y yo lo sabía? ¿Querías que me quedara sentada en el coche, con eso dentro?
—Hice la indecible par ver dónde estabas. No podía ver...
—¡Déjame tranquila, déjame manejar!
—Tus zapatos...
Pero me abstuve de hablar. A las dos a tres segundos, empezó ella de nuevo. Deliraba como loca. Deliraba y seguía delirando, hablando de él, y de mí, y de cuanto le pasaba por la cabeza. De cuando en cuando, yo la paraba en seco. Y así seguimos, después de lo que habíamos hecho, acosándonos como fieras, y sin poder contenernos. Era como si nos hubieran inyectado algún alcaloide.
—¡Phyllis, basta! Tenemos que hablar. Tal vez sea nuestra última oportunidad.
—Habla. ¿Quién te lo impide?
—En primer lugar, tú no sabes nada sobre esta póliza. Tú...
—¿Cuántas veces me lo dirás?
—Sólo quiero explicarte.
—Ya me lo has explicado tanto que me da fiebre.
—En segundo lugar, la indagación en el juzgado. Tú traes...
—Traigo un sacerdote, ya lo sé; un sacerdote para que se haga cargo del cadáver; pero eso ya me lo sé de memoria. ¿Vas a dejarme manejar, o no?
—Está bien. Sigue.

—¿Está Belle en casa?
—¡Yo qué sé! ¡No!
—¿Ha salido Lola?
—¿No te lo he dicho ya?
—Entonces tendrás que bajar hasta la tienda de la esquina, para comprar un poco de helado o cosa parecida, a fin de tener testigos que comprueben que volviste directamente de la estación. Tendrás que decir algo que determine la hora y el día. Tú...
—¡Baja! ¡Baja! ¡Vas a volverme loca! ¡No más advertencias!
—No puedo bajar. Tengo que pasar a mi coche. ¿No te das cuenta lo que puede significar que pierda tiempo andando? Habrá algo que no podré explicar satisfactoriamente. Yo...
—He dicho que bajes.
—¡Sigue, o te pego!

Cuando llegamos a mi coche, se detuvo y yo salté. No nos besamos. Ni siquiera nos dijimos adiós. Salí de su automóvil, me metí en el mío, lo puse en marcha y llegué a casa.
Una vez en casa, miré el reloj. Eran las 10.25. Abrí la caja del timbre del teléfono. La tarjeta estaba en él; mismo lugar. Cerré la caja, y me guardé la tarjeta en el bolsillo. Fui a la cocina y miré el timbre de calle. La tarjeta estaba en su lugar, y me la guardé también. Subí, me quité las ropas, y me puse pijama y zapatillas. Corté las vendas del pie. Bajé, tiré las vendas y las tarjetas en la estufa junto con un periódico, y les puse fuego. Las miré arder. Después fui al teléfono y empecé a marcar un número. Todavía tenía que hacer que alguien me llamara, para completar mi coartada. Tuve la sensación de que algo me daba tirones por dentro, y se me escapó un sollozo. Solté el teléfono. Los nervios me vencían. Comprendí que necesitaba dominarme de algún modo. Tragué saliva un par veces. Quería estar seguro de que mi voz tuviera el timbre natural. Se me ocurrió la estúpida idea de que si pudiera cantar algo, quizá con ello me serenaría. Entoné Isla de Capri. Canté un par de notas, y la tercera salió como una especie de gemido.
Fui al comedor y tomé una copa. Luego otra. Empecé a decirme cosas por lo bajo, tratando de ver si podía hablar. Pero al susurrar en voz baja, necesitaba decir algo. Me acordé del Padrenuestro. Lo recé entre murmullos, un par de veces. Traté, de rezarlo otra vez más, pero no pude recordar cómo seguía.

Cuando creí que estaba en condiciones de hablar, me acerqué al teléfono de nuevo. Eran las 10.48. Llamé a Ike Schwartz, otro vendedor de la Compañía.
—¿Quieres hacerme un favor, Ike? Estoy calculando una propuesta para una Compañía de vinos. Quiero tener la lista mañana de mañana, y me vuelto loco. Salí sin mi libro de tarifas. Joe Pete no lo encuentra, y he pensado que tú podrías buscarme en el tuyo el dato que necesito. ¿Lo tienes en tu poder?
—Claro que sí. ¿Qué te hace falta?
Le di los datos. Prometió volver a llamarme a los quince minutos.
Me paseé nervioso, clavándome las uñas en los puños, y tratando de serenarme. Volví a sentir que algo me tironeaba en la garganta. En voz baja, repetí varias veces lo que tenía que decirle a Ike. Llamó el teléfono. Contesté. Me dijo que había hecho los cálculos y empezó a dármelos. Lo había calculado en tres formas distintas, para que no me faltara nada. Tardó veinte minutos. Anoté todo lo que me transmitió. Sentía cómo el sudor me corría por la frente y resbalaba por la nariz. Un rato más, y terminó.
—Está bien, Ike, eso es precisamente lo que deseaba saber. Es justamente lo que necesitaba. Un millón de gradas. Apenas hubo colgado, todo se desplomó. Me metí en el cuarto de baño. Nunca me había sentido tan mal en mi vida. Después, me metí en cama. Transcurrió largo rato antes de que pudiera apagar la luz. Luego me quedé mirando la oscuridad. De vez en cuando, tenía un escalofrío, y me ponía a temblar. Al rato esto pasó, y seguí inmóvil, como atontado. Luego me puse a pensar. No quería, pero era irresistible. Comprendí lo que había hecho. Había matado a un hombre. Había matado a un hombre, por una mujer. Me había puesto en manos de esa mujer; de modo que había una persona en el mundo que con una sola palabra, podía matarme. Había hecho eso por ella y no quería verla en la vida.
Basta únicamente una sombra de miedo para transformar en odio el amor.

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