Y los hombres
prefirieron las tinieblas a la luz
San Juan, III, 19
Sobre el árido lomo
del formidable monte
asolador Vesubio,
al cual ninguna flor ni árbol alegra,
tu mata solitaria en torno esparces,
olorosa retama,
contenta del desierto. Yo te he visto
hermosear con tus tallos las comarcas
que la ciudad rodean,
la cual señora fue de los mortales
y del perdido imperio
que parece, con taciturno aspecto,
recuerdo y fe prestar al pasajero.
En este suelo vuelvo a verte, amante
de parajes del mundo abandonados
y de adversas fortunas compañera.
Estos campos, cubiertos
de estériles cenizas, anegados
bajo la pétrea lava
que cruje bajo el pie del peregrino;
en donde al sol anida y se retuerce
la serpiente, y por donde
a su oculto cubil vuelve el conejo,
fueron villas y granjas
donde la espiga se doró y sonaron
mugidos de rebaños;
palacios y jardines
del ocio del potente
gratos refugios, y ciudades célebres
que con sus habitantes el altivo
monte, arrojando de su ígnea boca
ríos de lava, asoló. Hoy todo en torno
lo envuelve la ruina
donde tú, gentil flor, brotas, y casi
compadecida del ajeno daño
al cielo das dulcísimo perfume
que al desierto consuela. A estos lugares
venga aquel que exaltar con ditirambos
suele la humana condición, y vea
cuánto de nuestro género
cuida amante Natura. Y la pujanza
en su justa medida
aquí podrá estimar de los humanos
a los que sin piedad, en un instante,
la cruel nodriza, inesperadamente,
con leve movimiento
anula en parte, y puede si lo quiere
aniquilar del todo.
Aquí se ven pintadas
de la humana familia
las magníficas suertes progresivas.
Mírate ante el espejo,
necio y soberbio siglo,
que el camino hasta ahora
al alto pensamiento señalado
abandonas, volviendo atrás los pasos;
te jactas del retorno
y progresar lo llamas.
Tus niñerías los ingenios todos
de que la adversa suerte te hizo padre
van alabando, mientras
entre sí te escarnecen
con frecuencia. Yo, en cambio,
con tal baldón no bajaré al sepulcro;
mas antes el desprecio que se encierra
en este pecho mío
mostraré cuanto pueda al descubierto,
aunque sé que el olvido
oprime al que a su propia edad increpa.
De este mal, que me iguala
a ti mismo, me río yo hasta ahora.
Sueñas en libertad, y siervo a un tiempo
al pensamiento quieres,
por el cual resurgimos
de la barbarie en parte, y por quién sólo
se aumenta la cultura, único guía
de públicos destinos.
La verdad te disgusta
del mezquino lugar y áspera suerte
que Natura nos dio. Por eso vuelves,
cobarde, las espaldas a la lumbre
de la verdad, y, fugitivo, llamas
vil a aquel que la sigue,
y magnánimo sólo
a quien de sí se burla, o de los otros,
astuto o loco, y hasta el sol la eleva.
El hombre pobre y de organismo débil
aunque de alma elevada y generosa,
no se cree ni se llama
arrogante ni rico,
ni de espléndida vida o de bravura
jamás entre la gente
hace risible alarde;
mas de riqueza y de vigor mendigo,
muéstrase sin rubor, y lo declara
hablando abiertamente, y a sus cosas
las estima en lo justo.
Yo no creo magnánimo
espíritu, sino al contrario, necio,
al que nació para morir y dice:
"Hecho estoy para el goce",
y con hediondo orgullo
llena el papel, destino excelso y nueva
felicidad -que el mismo cielo ignora,
no ya sólo este mundo-, prometiendo
a pueblos que una ola
de airado mar, o un soplo
de aura maligna, o subterránea furia,
destruye de tal modo
que apenas el recuerdo de ellos queda.
Naturaleza noble
la del que a alzar se atreve
ojos mortales, contra
el destino común, y con franqueza,
sin rebajar lo cierto,
confiesa el mal que nos fue dado en suerte,
y el débil, bajo estado;
la que fuerte y altiva
se muestra en el sufrir, y ni ira ni odio
fraternos, aun más grandes
que todo mal, añade
a sus miserias, inculpando al hombre
de su dolor, sino que sólo acusa
a la culpable, que es de los mortales
madre en el parto, en el amor madrastra.
A ésta llama enemiga, y contra ella
creyendo coaligada
como lo están sin duda, y de concierto
la sociedad humana,
los hombres todos cree confederados
entre sí, y los abraza
con amor verdadero,
les ofrece valiosa y pronta ayuda
en los peligros y en las aflicciones
de la guerra común. Y, para ofensa
del hombre, armar la diestra y tender trampas
y estorbos al vecino
tan torpe le parece cual lo fuera,
en un campo cercado de enemigos,
en el más rudo asalto,
olvidando al contrario, acre disputa
iniciar con los suyos,
fulminando y sembrando así la huida
en sus propios guerreros.
Cuando tales ideas,
como antes, sean notorias para el vulgo,
y aquel horror que antaño
contra Natura impía
ató a los hombres con social cadena
en parte se renueve
por el veraz saber, el puro y recto }
conversar ciudadano,
la piedad y la justicia otras raíces
tendrán, que no las fábulas soberbias
donde se funda la honradez del vulgo,
como estar acostumbra
en pie el que en el error tiene su asiento.
Cuántas veces en estas
desoladas orillas
que el pardo manto de la lava cubren
me siento por la noche, y sobre el llano,
en el azul purísimo,
contemplo el fulgurar de las estrellas
a las que el mar distante
de espejo sirve, y centellea todo
en el éter sereno, en torno al mundo.
Cuando la vista fijo en esas luces
que un punto nos parecen
y que son tan inmensas
que la tierra y el mar son a su lado
un punto, y a las cuales
no ya el hombre, sino este
globo en que el hombre es nada,
ignorado es del todo; y cuando miro
las infinitamente más remotas
muchedumbres de estrellas
que niebla nos parecen, y a las cuales
no el hombre, no la tierra, sino todo,
el número infinito de las moles,
y el áureo sol, nuestras estrellas todas,
desconocen, y les parecen, como
ellas al mundo, un punto
de nebulosa luz; así, a mi mente
¿ tú que pareces, raza
humana? Y recordando
tu condición terrena, de que muestra
da este suelo que piso, y de otra parte
que tú fin y señora
te creíste del Todo, y cuántas veces
fantasear quisiste, en este oscuro
grano de arena que llamamos Tierra,
pensando que del orbe los autores
afablemente a conversar bajaron
con tu especie mortal, y que irrisorios
ensueños renovando, insulta al sabio
hasta la edad presente, que en cultura
y en cívica costumbre
parece a todas superar, ¿ qué impulso,
mortal prole infeliz, qué sentimiento
me asalta el corazón para contigo?
No sé si risa o piedad me inspiras.
Como al caer del árbol leve poma
que en el tardío otoño
su propio peso y madurez abaten,
de un hormiguero los albergues cálidos
cavados en la blanda
tierra, con gran trabajo,
y las obras y toda la riqueza
que con harta fatiga el pueblo activo
celosamente atesoró en verano,
aplasta, rompe y cubre,
desplomándose así desde lo alto,
del útero tonante
que lanza al hondo cielo
de cenizas, de piedras y de lava
oscura noche y ruina,
por hirvientes arroyos
o bien por la ladera,
furioso entre la yerba,
de derretidas piedras
y metales y arenas encendidos
baja inmenso torrente,
y las ciudades que en la lejanía
bañaba el mar, confunde,
aniquila y recubre
al instante: donde hoy sobre ellas pace
la cabra, y nuevos pueblos
surgen al lado opuesto,cimentados
en los sepultos, y los derruidos
muros el monte altivo pisotea.
Que Natura no estima
ni cuida más al hombre
que a las hormigas, y si en él más raro
el estrago es que en ellas,
se debe únicamente
a que es menos fecunda nuestra raza.
Mil ochocientos años
hace que se borraron, oprimidos
por el ígneo poder, aquellos pueblos,
y el campesino, atento
a las viñas que en estos mismos campos
nutre la muerta y cenicienta tierra,
aún alza la mirada,
temeroso, a la cumbre
fatal, siempre iracunda e implacable,
que se yergue terrible, y amenaza
con su estrago a sus hijos y a su pobre
hacienda. Y con frecuencia
el infeliz, subido
al techo de su choza, a la intemperie
toda la noche pasa, desvelado,
y a menudo, temblando, observa el curso
de aquel temido hervor, que se desborda
de la inexhausta falda
sobre el lomo arenoso, iluminando
las riberas de Capri,
de Nápoles el puerto y Mergelina.
Y si ve que se acerca, o si en el fondo
del doméstico pozo escucha el agua
borbollear, apresuradamente
a su mujer despierta y a sus hijos,
y recogiendo lo que pueden, huyen,
contemplando de lejos
su nido y el pequeño
campo que fue del hambre único amparo
presa de la ola ardiente
que llega crepitando, e inexorable
sobre ellos para siempre se derrama.
Torna la luz del cielo,
tras el antiguo olvido, a la extinguida
Pompeya, cual sepulto
esqueleto que pone
avaricia o piedad al descubierto;
y desde el yermo foro,
erguido entre las filas
de truncadas columnas, a lo lejos
contempla el peregrino el bipartido
pico, y la humeante cresta
que esparce ruina y todavía amenaza.
Y en el horror de la callada noche,
por los desiertos circos,
por los informes templos, por las casas
donde esconde sus crías el murciélago,
como siniestra antorcha
que girase a través de los palacios,
corre el fulgor de la funérea lava
que en las sombras, de lejos,
brilla rojiza y tiñe todo en torno.
Ignorante del hombre y las edades
que él llama antiguas, y del sucederse
de abuelos y de nietos,
Naturaleza, siempre verde, avanza
por tan largo camino
que inmóvil nos parece. Caen los reinos,
pasan gentes e idiomas, pero ella
no lo ve; y que es eterno el hombre cree.
Y tú, lenta retama,
que con fragantes hojas
adornas estos campos desolados,
también muy pronto a la cruel potencia
sucumbirás del subterráneo fuego,
que retornando al sitio
ya conocido, extenderá su manto
sobre tus tiernos tallos. Y, rendida,
inclinarás bajo el terrible peso
tu inocente cabeza;
mas hasta entonces no la habrás doblado
cobardemente suplicando, ante
el futuro opresor, ni a las estrellas
la habrás erguido con insano orgullo,
ni en el desierto, donde
lugar y nacimiento
la suerte, no tu gusto, quiso darte;
pero más sabia y sana
que el hombre, no has pensado que tus débiles
retoños, inmortales
se hayan hecho por ti o por el destino.