Ella había reído, llena de indulgencia, cuando me lo refirió, pues él era encantador, ¿no es cierto?, cuando quería serlo, cuando uno lo conocía, nadie sabía ser más exquisito, seductor que él en sus buenos momentos, y yo también había reído, lleno de indulgencia, no había reaccionado en absoluto, como suele suceder cuando ciertas palabras parecen resbalar sobre nosotros sin dejar huellas: las dejamos pasar, reímos, como hice yo, llenos de inconsciencia. Pero las palabras penetran en nosotros sin que lo sepamos, se implantan en nosotros profundamente, y luego, a veces mucho tiempo después, se alzan en nosotros bruscamente y nos fuerzan a detenernos de pronto en el medio de la calle, o nos hacen sobresaltarnos de noche y sentarnos, inquietos, en la cama.
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Ahora aquellas palabras se alzaban en mí; la vieja amiga, inconsciente como la abeja que transporta el polen de una planta a otra, había depositado en mí aquellas palabras, las cuales habían ido brotando poco a poco, habían madurado lentamente en ese dulce calor propicio en que yo florecía en aquellos últimos tiempos, habían crecido en mí como el hueso de un fruto, ahora sentía en mí sus aristas tajantes: "¡Basta! ¡Cállense! ¡Basta!". Yo sabía de sobra que era a mí a quien gritaba aquello. Gritaba en contra de mí, para provocarme, lleno de rabia impotente, desafiante. Debía sentir confusamente que aquellas palabras me alcanzarían, que para mí, sobre todo para mí eran lanzadas aquellas palabras, como un llamado o como un reto. Sé que debía sentir esto. Lo reconozco. Tras todos sus actos, aún los aparentemente insignificantes y anodinos, hay como un reverso, como otra faz oculta, conocida solo por nosotros, que se vuelve hacia mí. Por esto, sin duda, me atrae, por esto me tiene siempre apresado.
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(de la novela de N.S.)
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