El juicio, inicia con el recuento de lo pasado, para disponer entonces de un veredicto. Frente a la hoja de papel, todo lo vivido y lo no vivido, se despliegan cual alas de mariposa, y se vuelven inaprensibles en su totalidad, pero a un observador externo quizá ningún detalle escapa para conjurar los fantasmas que han capturado el juego. No hay un afán de revancha, más bien es la búsqueda de una claridad consistente lo que desea el alma contrariada. Cuando de pronto, se siente un peso descomunal, en contra de tu expresión libre, es cuando más valía tiene el intento de no querer ceder a lo inevitable. Estos fragmentos de vida donde se atesora la belleza, la magia, lo insondable, son de piedra inmutable, sólida, inexpugnable, pero no dejan de ser piezas a ensamblar, en un deseo quimérico de reconstruir lo que ha huido, como el insoportable demiurgo busca establecer los pilares del universo para que no se detenga el movimiento eterno; así la desaparición de un hecho, por la sobrecarga de un presente envidioso, busca ser rescatado como si se encontrará sepultado bajo las ruinas de un terremoto. Es dicho, no busquéis donde mismo, evade el regreso, se corre el peligro de ya no poder regresar, pero hay una adicción a quedarse atascado, es como si cualquier movimiento posterior tenga que producirse como consecuencia de lo antes realizado. No hay escapatoria, la existencia es libre de llevarse a cabo dando saltos acrobáticos, pero hay un inicio cuando el individuo se encuentra proyectando, planeando, representando lo que llevará a cabo; después cualquier suerte es ejecutada, pero el camino que llevará va dado indiscutiblemente por un ejercicio introspectivo en donde son las mismas fichas las que son intercambiadas de lugar cual si fuera una composición sujeta a una ley tajante que le impide el juego con variantes; o se procede con la combinación conocida o la nada invade el terreno y no queda nada.
Todo escrito nace de un motivo, el leitmotiv será una intensa búsqueda de un por qué, no es el terreno científico donde se plantea una hipótesis que si es validada se transforme en ley, es sobre el difuminado velo de las trampas de la suerte conectadas al dispositivo voltaico de una mente atrapada por el inconsciente.
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IL POSTINO
jueves, 30 de mayo de 2013
LEITMOTIV
viernes, 17 de mayo de 2013
UNA PROFECÍA DE NUESTRO TIEMPO
Una Profecía de Nuestro Tiempo
Octavio Paz
El Correo de la UNESCO, febrero de 1982
Hace un siglo, el 28 de enero de 1881, murió Fedor Dostoievski. Desde entonces su influencia no ha cesado de crecer y extenderse; primero en su patria -ya había alcanzado en vida la celebridad-, después en Europa, América y Asia. Esta influencia no ha sido exclusivamente literaria sino espiritual y vital: varias generaciones han leído sus novelas no como ficciones sino como estudios sobre el alma humana y cientos de miles de lectores, en todo el mundo, han conversado y discutido silenciosamente con sus personajes, como si fuesen viejos conocidos. Su obra ha marcado a espíritus tan diversos como Nietzsche y Gide, Faulkner y Camus; en México dos escritores lo leyeron con pasión, sin duda porque pertenecían a su misma familia intelectual y se reconocían en muchas de sus ideas y obsesiones: Vasconcelos y Revueltas. Es (o fue) un autor preferido por los jóvenes: todavía recuerdo las conversaciones interminables que sostenía, al finalizar el bachillerato, con algunos compañeros de clase, en caminatas que comenzaban al anochecer en San lldefonso y terminaban, pasada la medianoche, en Santa María o en la Avenida de los Insurgentes, en busca del último tranvía. Iván y Dimitri Karamazov peleaban en cada uno de nosotros.
Nada más natural que aquel fervor: a pesar del siglo que nos separa, Dostoievski es nuestro gran contemporáneo. Muy pocos escritores del pasado poseen su actualidad: leer sus novelas es leer una crónica del siglo XX. Pero su actualidad no es la de la novedad intelectual o literaria. Por sus gustos y sus preocupaciones estéticas es un escritor de otra edad; es prolijo y, si no fuese por su humor, extrañamente moderno, muchas de sus páginas serían tediosas. Su mundo histórico no es el nuestro. Sus tiradas antieuropeas me recuerdan, aunque son más inspiradas, los desahogos y resentimientos del nacionalismo mexicano e hispanoamericano. Su visión de la historia a veces es profunda pero también confusa: carece de esa comprensión del acontecimiento, a un tiempo rápida y aguda, que nos deleita, por ejemplo, en un Stendhal. Tampoco tuvo la mirada de un Tocqueville, que traspasa la superficie de una sociedad y de una época. No fue, como Tolstoi, un cronista épico.
No nos cuenta lo que pasa sino que nos obliga a descender al subsuelo para que veamos qué es lo que está pasando realmente: nos obliga a vernos a nosotros mismos. Dostoievski es nuestro contemporáneo porque adivinó cuáles iban a ser los dramas y conflictos de nuestra época, y lo adivinó no porque tuviese el don de la doble vista o fuese capaz de prever los sucesos futuros sino porque tuvo la facultad de penetrar en el interior de las almas.
Fue uno de los primeros -tal vez el primero- que se dio cuenta del nihilismo moderno. Nos ha dejado descripciones de ese fenómeno espiritual que son inolvidables y que, todavía, nos estremecen por su penetración y su misteriosa exactitud. El nihilismo de la Antigüedad estaba emparentado con el escepticismo y el epicureísmo; su ideal era una noble serenidad: alcanzar la ecuanimidad ante los accidentes de la fortuna. El nihilismo de la India antigua, que tanto impresionó a Alejandro y a sus acompañantes, según cuenta Plutarco, era una actitud filosófica no sin analogía con el pirronismo y que terminaba en la contemplación de la vacuidad. El nihilismo era, para Nagarjuna y sus seguidores, la antesala de la religión. Pero el nihilismo moderno, aunque también nace de una convicción intelectual, no desemboca ni en la impasibilidad filosófica ni en la beatitud de la ataraxia; más bien es una incapacidad para creer y afirmar algo, una falla espiritual más que una filosofía.
Nietzsche imaginó el advenimiento de un 'nihilista completo', encarnado en la figura del Superhombre, que juega, danza y ríe en los giros del Eterno Retorno. La danza del Superhombre celebra la insignificancia universal, la evaporación del sentido y la subversión de los valores. Pero el verdadero nihilista, como lo vio con mayor realismo Dostoievski, no danza ni ríe: va de aquí para allá -alrededor de su cuarto o, es igual para él, alrededor del mundo- sin poder jamás descansar pero también sin poder hacer nada. Está condenado a dar vueltas, hablando con sus fantasmas. Su mal, como el de los libertinos de Sade o la acidia de los monjes medievales, atacados por el demonio de mediodía, es una continua insatisfacción, un no poder amar a nadie ni a nada, una agitación sin objeto, un disgusto ante sí mismo -y un amor por sí mismo-. El nihilista moderno, Narciso desdichado, mira en el fondo del agua su imagen rota en pedazos. La visión de su caída lo fascina: siente náuseas ante sí mismo y no puede apartar los ojos de sí. Quevedo adivinó su estado en dos líneas difíciles de olvidar:
Las aguas del abismo
donde me enamoraba de mí mismo.
Stavrogin, el héroe de Demonios escribe a Daría Pavlovna, que lo amaba:"He puesto a prueba, en todas partes, mi fuerza... Durante esas pruebas, ante mí mismo o ante los otros, esa fuerza se ha revelado siempre sin límites. Pero ¿a qué aplicarla? Esto es lo que nunca supe y lo que continúo sin saber, a pesar de todo el ánimo que quieres darme... Puedo sentir el deseo de realizar una buena acción y esto me da placer; sin embargo, experimento el mismo placer ante el deseo de cometer una maldad... Mis sentimientos son mezquinos, nunca fuertes... Me lancé al libertinaje... pero no amo ni me gusta el libertinaje... ¿Crees, porque me amas, que podrás darle algún propósito a mi existencia? No seas imprudente: mi amor es tan mezquino como yo... Tu hermano me dijo un día que aquel que ya no tiene lazos con la tierra, pierde inmediatamente a sus dioses, es decir, sus designios. Se puede discutir de todo indefinidamente pero yo solo puedo negar, negar sin la menor grandeza de alma, sin fuerza. En mí la negación misma es mezquina. Todo es fofo, blanduzco. El generoso Kirilov no pudo soportar su idea y se voló la tapa de los sesos... Yo nunca podría perder la razón ni creer en una idea, como él... Yo nunca, nunca, podría darme un tiro en la sien". ¿Cómo definir esta situación? Desánimo, falta de ánima. Stavrogin: el desalmado.
Sin embargo, después de haber escrito esa carta, Stavrogin se ahorca en el desván. Ultima paradoja: el cordón era de seda y el suicida, previa y cuidadosamente, lo había untado de jabón. La grandeza del nihilista no reside ni en su actitud ni en sus ideas sino en su lucidez. Su claridad lo redime de lo que Stavrogin llamaba su bajeza o mezquindad. ¿0 el suicidio, lejos de ser una respuesta, es otra prueba? Si es así, es una prueba insuficiente. No importa: el nihilista es un héroe intelectual pues se atreve a penetrar en su alma dividida, a sabiendas de que se trata de una exploración sin esperanza. Nietzsche diría que Stavrogin es un "nihilista incompleto": le falta el saber del Eterno Retorno. Pero quizá sea más exacto decir que el personaje de Dostoievski como tantos de nuestros contemporáneos, es un cristiano incompleto. Ha dejado de creer pero no ha podido sustituir las antiguas certidumbres por otras ni vivir a la intemperie, sin ideas que justifiquen o den sentido a su existencia. Dios ha desaparecido, no el mal. La pérdida de las referencias ultraterrenas no extingue al pecado: al contrario, le dan una suerte de inmortalidad. El nihilista está más cerca del pesimismo gnóstico que del optimismo cristiano y su esperanza en la salvación. Si no hay Dios no hay redención de los pecados pero tampoco hay abolición del mal: el pecado deja de ser un accidente, un estado y se transforma en la condición permanente de los hombres. Es un agustinismo al revés: el mal es ser. El utopista quisiera traer el cielo a la tierra, hacernos dioses; el nihilista se sabe condenado de nacimiento: la tierra ya es el infierno.
El retrato del nihilista, ¿es un autorretrato? Sí y no: Dostoievski quiere escapar del nihilismo no por el suicidio y la negación sino por la afirmación y la alegría. La respuesta al nihilismo, enfermedad de intelectuales, en la simplicidad vital de Dimitri Karamazov o la alegría sobrenatural de Aliocha. De una y otra manera, la respuesta no está en la filosofía y las ideas sino en la vida. La refutación al nihilismo es la inocencia de los simples. El mundo de Dostoievski está poblado de hombres, mujeres y niños a un tiempo cotidianos y prodigiosos. Unos son angustiados y otros sensuales, unos cantan en la abyección y otros se desesperan en la prosperidad. Hay santos y criminales, idiotas y genios, mujeres piadosas como un vaso de agua y niños que son ángeles atormentados por sus padres. (¡Qué opuestas visiones de la niñez la de Dostoievski y la de Freud!) Mundo de criminales y justos; para unos y otros están abiertas las puertas del reino de los cielos. Todos pueden salvarse o perderse. (...)
No fue Dostoievski un ideólogo -aunque las ideas tengan una importancia cardinal en sus novelas sino un novelista. Uno de sus héroes. Dimitri Karamazov, dice: «Debemos amar más a la vida que al sentido de la vida». Dimitri es una respuesta a Iván, pero no es la respuesta: Dostoievski no opone una idea a otra sino una realidad humana a otra. A diferencia de Flaubert, James o Proust, las ideas son reales para él, pero no en sí mismas sino como una dimensión religiosa de la existencia. Las únicas ideas que le interesaron fueron las ideas encarnadas. Algunas vienen de Dios, es decir, de la profundidad del corazón; otras, las más, vienen del diablo, es decir, del cerebro. Como el alma de los clérigos medievales, la conciencia del intelectual moderno es un teatro de batalla. Las novelas de Dostoievski, desde esta perspectiva, son parábolas religiosas y su arte está más cerca de San Pablo, San Agustín y Pascal que del realismo moderno. Al mismo tiempo, por el rigor de sus análisis psicológicos, su obra anticipa a Freud y, en cierto modo, lo trasciende.
Debemos a Dostoievski el diagnóstico más profundo y completo de la enfermedad moderna: la escisión psíquica, la conciencia dividida. Su descripción es, simultáneamente, psicológica y religiosa. Stavrogin e Iván padecen visiones: ven y hablan con espectros que son demonios. Al mismo tiempo, como ambos son modernos, atribuyen esas apariciones a trastornos psíquicos: son proyecciones de su alma perturbada. Pero ninguno de los dos está muy seguro de esa explicación. Una y otra vez, en sus conversaciones con sus espectrales visitantes, se ven constreñidos a aceptar, con desesperación su realidad: en verdad hablan con el diablo. La conciencia de la escisión es diabólica: estar poseído significa saber que el yo se ha roto y que hay un extraño que usurpa nuestra voz. ¿Ese extraño es el diablo o nosotros mismos? Cualquiera que sea nuestra respuesta, la identitad de la persona se escinde. Estos pasajes son alucinantes: las conversaciones de Iván Stavrogin con sus demonios están relatadas con gran realismo y como si se tratase de sucesos cotidianos. Abundan las situaciones absurdas y las reflexiones irónicas. Alternativamente el miedo nos hace reir y nos hiela la sangre. Experimentamos una fascinación ambigua: la descripción psicológica se transforma insensiblemente en especulación metafísica, ésta en visión religiosa y, en fin, la visión en cuento que mezcla de modo inextricable lo sobrenatural y lo cotidiano, lo grotesco y lo abismal.
Los diablos de Dostoievski poseen una veracidad única en la literatura moderna. Desde el siglo XVIII los fantasmas de nuestros poemas y novelas son poco convincentes. Son personajes de comedia y la afectación de su lenguaje y de sus actitudes es, a un tiempo, pomposa e insoportable. Los de Goethe y Valéry son plausibles por su mismo carácter extremadamente intelectual y simbólico; también son aceptables los que de manera deliberada e irónica se presentan como ficciones fantásticas: el diablo de La Mano encantada de Nerval o el delicioso Diablo enamorado de Cazotte. Pero los diablos modernos hacen todo lo posible por hacernos saber que vienen de allá, del mundo subterráneo. Son los parvenus de lo sobrenatural. Aunque los diablos de Dostoievski también son modernos y no se parecen a los antiguos demonios medievales y barrocos -lascivos, astutos y un poco estúpidos-, no son literarios. Tienen una realidad clínica por decirlo así. En esto reside, quizá, su gran descubrimiento: vio el parentesco oculto entre el mal y la enfermedad, entre la posesión y la reflexión. Son diablos que razonan y que, como si fuesen psicoanalistas, se empeñan en probar su inexistencia, su naturaleza imaginaria. Triunfan gracias a esos razonamientos irrefutables: lván y Stavrogin, dos intelectuales, no tienen más remedio que creerles: son verdaderamente el diablo pues solamente el diablo puede razonar así. Pero también estarían poseídos por el diablo si se aferrasen a la creencia de que se trata de meras alucinaciones de una mente enferma. En uno y otro caso, los dos están poseídos por la negación, esencia del demonio. Así se cumple el pensamiento que aterra a Iván: para creer en el diablo no es necesario creer en Dios. (...)
lunes, 13 de mayo de 2013
SENTIMIENTO LÍMITE DE PERTENENCIA A LA ESPECIE
Relataré aquí lo que viví. El horror allí no es gigantesco. En Gandersheim no había ni cámara de gas, ni crematorio. Allí el horror era oscuridad, falta absoluta de referencias, soledad, opresión incesante, aniquilamiento lento. El motivo de nuestra lucha sólo fue la reivindicación frenética, y casi siempre solitaria, de seguir siendo hombres, hasta el final.
Los héroes históricos o literarios que conocemos habrán gritado al amor, a la soledad, a la angustia del ser o del no-ser, a la venganza, o se habrán lanzado contra la injusticia y la humillación, pero no creemos que se hayan visto llevados a expresar como única y última reivindicación un sentimiento límite de pertenencia a la especie.
Decir que uno se sentía cuestionado como hombre, como miembro de la especie, puede aparecer como un sentimiento retrospectivo, una explicación a posteriori. Fue eso, sin embargo, lo que vivimos de manera más inmediata y constante, y es eso, exactamente eso, lo que querían los otros. Sentirse cuestionado en su calidad de hombre provoca una reivindicación casi biológica de pertenencia a la especie humana. Sirve luego para meditar sobre los límites de esa especie, sobre su distancia con la "naturaleza" y su relación con ésta, sobre cierta soledad de la especie entonces, y, finalmente, para concebir sobre todo una visión clara de su unidad indivisible.
domingo, 12 de mayo de 2013
LA AÑORANZA PARA SUPERAR EL HORROR
Los tiempos están álgidos, la situación particular es triste y de difícil superación, se mantiene la ilusión de que la vela no se extinga, va a ser una prueba de resistencia inesperada.
Mientras sea posible, compartiré fragmentos de L'Espèce Humaine de Robert Antelme, libro que leí hace algunos años, cuando no esperaba sorpresa alguna del destino. Ahora, pues, comenzando esta lectura, parte del prólogo escrito por Marcelo N. Viñar:
"La banalización del horror como espectáculo forma parte de un paisaje, que lejos sernos externo, se hace carne en nuestra subjetividad. Vayamos al séptimo arte, Shoah de Lanzmann y La lista de Schindler de Spielberg no abren el mismo espacio de reflexión para analizar el impacto del terror, ni el mismo efecto en el destinatario. Si bien entre creador y lector, o consumidor, el intervalo no es el de una casualidad unidireccional, vale la pena abrir el abanico de efectos posibles. Con La lista de Schindler uno se puede sentir informado, incluso conmovido (no niego la eficacia del espectáculo); con Shoah la alternativa es más radical, sea uno huye, y no la ve o no la asimila, aunque esté presente en el cine, sea se deja atrapar y no hay otro camino que emprender un trabajo de transformación interior, que no puede ser sino largo y penoso.
En una zona intermedia La elección de Sofía (Sophé´s Choice) muestra, al estilo hollywoodiano, en el tono intimista de un destino individual, la incompatibilidad irreductible de la lógica concentracionaria y la de la vida humana corriente."
PREMIO DE LA PAZ LENNON-ONO PARA PUSSY RIOT
Por la libertad de expresión, se reconoce con el Premio Lennon-Ono a las integrantes de Pussy Riot. La entrega de dicho premio correspondió a la viuda de John Lennon, Yoko Ono, y a la organización por los derechos humanos Amnesty International. Para recibir el premio por parte de Pussy Riot acudieron el esposo y la hija de la hasta hoy encarcelada injustamente Nadezhda Tolokonnikova.
LA COMODIDAD DE LA CREENCIA (Demonios, Dostoievski)
- Bueno; ¿y qué? Cada cual busca lo mejor. El pez...; es decir, cada cual busca su clase de comodidad. Eso es todo. Hace muchísimo tiempo que se sabe.
- ¿Comodidad dices?
- Bueno; ¿vale la pena reñir por una palabra?
- No, tú has dicho bien; pongamos comodidad. Dios es imprescindible, y por eso, tiene que existir.
- Está muy bien.
- Pero yo sé que no hay Dios ni puede haberlo.
- Es lo más probable.
- ¿Y no comprendes que un hombre que tiene dos ideas semejantes no puede seguir viviendo?
- Tiene que pegarse un tiro, ¿no?
- ¿Es que no comprendes que por sólo eso puede uno matarse? ¿No comprendes que puede haber un hombre, un solo hombre entre miles de millones de hombres, uno solo que no quiera aguantar eso y no lo aguante?
- Sólo comprendo que usted por lo visto, vacila... Eso está muy mal.
- A Stavroguin también se lo ha comido una idea -prosiguió, sin oír la observación, Kirillov, dando paseos, malhumorado, por la estancia.
- ¿Cómo? -inquirió, aguzando el oído, Piotr Stepánovich-. ¿Qué idea? ¿Le dijo él a usted algo?
- No, sino que yo lo he adivinado; Stavroguin, si cree, no cree que cree. Si no cree, no cree que no cree.
sábado, 11 de mayo de 2013
EN LA TELA DE UNA INMENSA ARAÑA (Demonios, Dostoievski)
Lo que de Schátov se proponía denunciarlos lo creyeron siempre todos los nuestros; pero que Piotr Stepánovich jugaba con ellos cual si fueran peones..., también lo creían. Y, además, sabían todos que al día siguiente se hallarían en aquel sitio, y la suerte de Schátov quedaría decidida. Sentían que de pronto habían caído en la tela de una inmensa araña; rabiaban, pero temblaban de susto.
UNA ENORME ARAÑA VENENOSA (Demonios, Dostoievski)
- (...) A mí siempre me pareció que usted iba a llevarme a algún lugar, donde anidaría una enorme araña venenosa del tamaño de un hombre, a la que nos pasaríamos la vida entera mirándola y temiéndola. En eso se nos iría nuestro mutuo amor.
EN UNA TELA DE ARAÑA (Demonios, Dostoievski)
- (...) ¡Señores! Veinte años atrás, en vísperas de la guerra con media Europa, Rusia era el ideal a los ojos de todos los estadistas y consejeros secretos. La literatura estaba al servicio de la censura; en las Universidades se enseñaba a marcar el paso; el Ejército se había convertido en un cuerpo de baile, y el pueblo pagaba los impuestos y callaba bajo el látigo del derecho feudal. El patriotismo se había convertido en un cochino exprimir a los vivos y a los muertos. Los que a eso no se prestaban eran tenidos por rebeldes, porque alteraban la armonía. Los bosques de abedules se devastaban en provecho del orden. Europa temblaba... Pero nunca Rusia, , con todos los mil estúpidos años de su vida, había llegado a tal oprobio...
Alzó el puño, agitándolo triunfal y amenazador por encima de su cabeza, y de pronto, con violencia, dejólo caer, cual si redujera a polvo a un adversario. Un clamor insistente dejóse oír por todos lados, sonaron aplausos entusiásticos. Aplaudía casi la mitad de la sala; se dejaban seducir los más ingenuos; estaban deshonrando a Rusia allí, en público, delante de todo el mundo, ¿cómo no rugir de entusiasmo?
- ¡Eso es! ¡Eso es! ¡Hurra! ¡No, eso ya no es estética!
El maníaco prosiguió, radiante:
- De entonces acá han pasado veinte años. Se han abierto las Universidades y se han multiplicado. El paso marcial se ha convertido en una leyenda; faltan miles de oficiales para completar el cupo. Los ferrocarriles enlazan entre sí a todas las capitales y envuelven a Rusia en una tela de araña, de suerte que dentro de quince años podréis viajar por donde queráis; los puentes sólo arden de cuando en cuando; pero las ciudades arden de un modo regular, con arreglo a un orden establecido por turnos en la época de los calores. En los Tribunales se pronuncian sentencias salomónicas, y si los jurados se dejan untar, es sólo en virtud de la lucha por la existencia cuando se hallan a punto de morir de hambre: Los siervos gozan de libertad y se azotan unos a otros, en vez de que los azoten sus señores, como antes. Mares y océanos de vodka se consumen en aras del presupuesto, y en Novogórod, en lugar de la antigua e inútil iglesia de Sofía..., han erigido solemnemente una colosal esfera de bronce en memoria del desorden y la estupidez que de un milenio acá ha venido menguando. Europa frunce el ceño y otra vez vuelve a inquietarse... Quince años de reformas. Y, sin embargo, nunca Rusia, ni aun en las más grotescas épocas de su estúpida historia, llegó...
Las últimas palabras fue imposible oírlas por el clamoreo de la muchedumbre. Pude ver cómo de nuevo alzaba el puño y lo volvía a dejar caer triunfalmente. El entusiasmo rebasó todos los límites; gritaban, batían palmas, y hasta algunas señoras clamaban: ¡Basta! ¡No podrá usted decir nada mejor!" Estaban como beodos. El orador pasaba revista a todos con sus miradas y parecía fundirse en su sentimiento de triunfo. Pude ver cómo Lembke, con indescriptible emoción, indicábale algo a no sé quien. Iulia Mijaílovna, toda pálida, hablaba de carretilla no sé de qué al príncipe, que se había acercado a ella a toda prisa... Pero en aquel instante toda una pandilla de seis hombres, personajes más o menos oficiales, salió de entre bastidores y se precipitó a la tribuna, apoderándose del orador y llevándoselo de allí. No me explico cómo aquél pudo zafarse de ellos; pero se zafó: Volvió a adelantarse hasta la tribuna y pudo aún gritar con todas sus fuerzas, agitando el puño:
- Pero nunca Rusia llegó a...
Pero entonces se lo volvieron a llevar de allí. Vi como unos quince hombres, aproximadamente, lograron llevárselo a entre bastidores, pero no al través de la tribuna, sino de costado, tropezando con el ligero tabique, al que acabaron por derribar... Vi luego, sin dar crédito a mis ojos, cómo de pronto apareció en la tribuna, salida de no sé dónde, la estudiante (la pariente de Virguinskii), con su mismo rollo de papeles bajo el brazo, el mismo traje, igual de coloradota y oronda, rodeada de dos o tres mujeres y dos o tres hombres y seguida por su mortal enemigo el colegial. Y pude oírle también esta frase:
- Señores, he venido para hablar de los sufrimientos de las desgraciadas estudiantes y despertar en todas partes el espíritu de protesta.
jueves, 9 de mayo de 2013
ESAS METAMORFOSIS (Demonios, Dostoievski)
No puedo menos de dar cuenta detallada de la brevísima entrevista de los dos "rivales", entrevista imposible al parecer, atendidas las circunstancias, pero que, sin embargo, celebróse.
Sucedió la cosa de este modo: Nikolai Vsevolódovich estaba ensoñando en su despacho después de comer, tendido en el diván, cuando Aléksieyi Yegórovich le anunció una visita inesperada. Al oír aquel nombre, saltó del diván y negóse a creerlo. Mas no tardó en asomar la sonrisa a sus labios, una sonrisa de altivo triunfo y, al mismo tiempo, de profundo e incrédulo asombro. Mavrikii Nikoláyevich, al entrar, pareció desconcertarse, ante aquella sonrisa; por lo menos, detúvose de pronto en medio del cuarto, como indeciso: ¿seguiría adelante o se volvería? El dueño de la casa inmediatamente cambió de expresión, y, con aire de seria perplejidad, adelantóse a su encuentro. Aquél no cogió la mano que le tendían; torpemente, cogió una silla, y, sin decir palabra, sentóse antes que el dueño de la casa, sin aguardar su invitación. Nikolai Vsevolódovich sentóse de costado en su diván y, sin quitarle ojo a Mavrikii Nikoláyevich, callaba y aguardaba.
- Si puede usted, cásese con Lizaveta Nikoláyevna -dijo, de pronto, Mavrikii Nikoláyevich, y eso fue lo más curioso: habría sido imposible inferir por el tono de su voz qué era aquello: súplica, recomendación, concesión u orden.
Nikolai Vsevolódovich continuó callado; pero el huésped, por lo visto, había dicho ya todo lo que había ido a decir, y lo miraba terco, aguardando su respuesta.
- Si no me equivoco (aunque, por lo demás, es esto harto cierto), Lizaveta Nikoláyevna está ya comprometida con usted -dijo Stavroguin, finalmente.
- Comprometida -asintió Mavrikii Nikoláyevich con voz firme y clara.
- ¿Han... reñido ustedes?... Y usted dispense, Mavrikii Nikoláyevich.
- No, ella me "ama y me estima": tales son sus palabras. Sus palabras son más preciosas que todo.
- De eso no hay duda.
- Pero usted sabe bien que, aunque esté ella bajo el mismo yugo, en llamándola usted, nos deja a mí y a todos y se va con usted.
- ¿Bajo el mismo yugo?
- Y después del yugo.
- ¿No estará usted equivocado?
- No. Por entre el constante odio que le demuestra, sincero y pleno, resplandece a cada instante el amor..., la locura..., el más sincero y desmedido amor y... locura. Por el contrario, al través del amor que por mí siente se trasluce el odio... más grande. Nunca hubiera podido yo antes imaginarme esas metamorfosis.
- Pero yo me admiro. ¿Cómo es posible, sin embargo, que venga usted a ofrecerme la mano de Lizaveta Nikoláyevna? ¿Tiene usted algún derecho para ello? ¿O es que viene usted de parte de ella?
Mavrikii Nikoláyevich frunció el ceño, y por un instante bajó la cabeza.
- Mire usted: todo eso sólo son palabras por parte de usted -dijo de pronto-, palabras vindicativas y triunfales; estoy seguro de que usted comprenderá entre líneas, y, además, ¿hay aquí margen para una vanidad mezquina? ¿No es bastante satisfacción para usted? ¿Será preciso insistir, poner los puntos sobre las íes? Pues bien; pondré los puntos sobre las íes, si tanta falta le hace a usted humillarme; derecho no tengo ninguno; que venga de parte de ella, es imposible. Lizaveta Nikoláyevna no sabe nada de esto; pero su novio ha perdido el último destello de inteligencia y resulta digno del manicomio, y por si algo faltaba, viene él mismo a contárselo a usted. En todo el mundo, sólo usted puede hacerla a ella feliz... y sólo yo... desdichada. Usted la hace rabiar, usted la persigue, pero no sé por qué no se casa con ella. Si se trata de una disputa amorosa ocurrida en el extranjero, si es preciso sacrificarme a mí..., sacrifíquenme. Ella es muy desdichada, y yo no puedo sufrirlo. Mis palabras no son un consentimiento ni una orden, así que no pueden herirle en su amor propio. Si usted quisiese ocupar mi puesto ante el altar, podría hacerlo sin ningún permiso de mi parte, y yo, sin duda, no tendría que venir a verle, insensato. Tanto más cuanto que nuestra boda, después de este paso que acabo de dar, es imposible. ¿No sería un miserable si la llevase ahora al altar? Lo que yo hago aquí y el hecho de entregársela a usted, su más irreconciliable enemigo, representan a mis ojos una bajeza tal, que yo seguramente no lo soportaré.
- ¿Va usted a pegarse un tiro cuando nos echen a nosotros las bendiciones?
- No, mucho después. ¿Para qué manchar de sangre su traje de boda? Pero es posible también que no me mate ni ahora ni luego.
- Al hablar así se propone usted, sin duda, inquietarme.
- ¿A usted? ¿Qué puede significar para usted una simple mancha de sangre?
Se puso pálido, y los ojos le echaron fuego. Siguió un minuto de silencio.
- Disculpe usted las preguntas que le hago -empezó de nuevo Stavroguin-. Alguna de ellas no tengo el menor derecho a hacérsela, pero una sí tengo pleno derecho a formulársela; dígame usted: ¿en qué datos se funda para pensar así de mis sentimientos hacia Lizaveta Nikoláyevna? Me refiero al grado de esos sentimientos, la creencia en el cual le ha permitido a usted venir hasta aquí... y aventurarse a esa proposición.
- ¿Cómo? -y hasta se estremeció un tanto Mavrikii Nikoláyevich-. Pero... ¿Acaso no ha pretendido su mano? ¿Es que no la ha pedido ni quiere pedirla? ¿No lo adivina ni lo quiere adivinar?
- En general, de mis sentimientos respecto a ésa u otra mujer, no puedo hablar con tercera persona ni con nadie, fuera de esa sola mujer. Dispense usted, hasta ese punto soy raro. Pero, en cambio, voy a decirle a usted en todo lo demás la verdad: yo soy casado y no puedo casarme ni "pedir la mano" de ninguna mujer.
Mavrikii Nikoláyevich quedóse tan estupefacto, que se echó hacia atrás en su asiento, y un rato quedóse mirando de hito en hito a Stavroguin.
- Figúrese usted, yo jamás lo habría pensado -balbuceó-. Usted dijo entonces, aquella mañana, que no era casado..., y yo me creí que no lo era...
Estaba horriblemente pálido; de pronto dio con todas sus fuerzas un puñetazo en la mesa.
miércoles, 8 de mayo de 2013
VOGT, MOLLESCHOTT Y BÜCHNER EN ATRILES (Demonios, Dostoievski)
En el distrito (el mismo que acababa de visitar Piotr Stepánovich), un subteniente había sido objeto de una reprimenda verbal de parte de su jefe inmediato. Sucedió aquello delante de toda la compañía. El subteniente era un hombre joven, recién llegado de Petersburgo, siempre taciturno y hosco, grave de aspecto, aunque al mismo tiempo bajito, gordo y coloradote. No soportó la reprimenda, y de pronto abalanzóse al superior, lanzando un inesperado chillido, que asombró a toda la compañía, y, bajando impetuosamente la cabeza, embistió contra su jefe y con todas sus fuerzas le mordió en un hombro, hasta que, por la violencia, pudieron apartarlo. No había duda que había perdido el juicio; por lo menos averiguóse que en los últimos tiempos habíase entregado a las más inesperadas rarezas. Había arrojado de su cuarto, por ejemplo, dos imágenes de la patrona, y una de ellas la había hecho pedazos con un hacha. En su habitación tenía colocadas, en sendos soportes, en forma de atriles, las obras de Vogt, Molleschott, y Büchner, y ante cada uno de los tres atriles ardía un cirio de los de las iglesias. Por la cantidad de libros que se encontraron en su casa pudo inferirse que era hombre muy leído. De haber tenido cincuenta mil francos, puede que se hubiera embarcado con rumbo a las islas Marquesas, como aquel segundón "de que con tan alegre humorismo nos habla el señor Herzen en una de sus obras". Al detenerlo, ocupáronle en los bolsillos y en su alojamiento todo un fajo de las más desesperadas proclamas.
LA CONSPIRACIÓN SE DESCUBRIRÍA (Demonios, Dostoievski)
No sé por qué parecíale a ella que en el gobierno se ocultaba, irremisiblemente, una conspiración política. Piotr Stepánovich, con su silencio en unos casos y sus alusiones en otros, contribuía a afianzar en su ánimo aquella extraña idea. Se lo imaginaba en tratos con todo, es decir, con todo lo revolucionario de Rusia, y, al mismo tiempo, adicto a ella hasta la idolatría. El descubrimiento de la conspiración, la gratitud de Petersburgo, el progreso de la carrera, la eficacia del "mimo" a los jóvenes para tenerlos a raya..., todo eso bullía en su fantasioso cerebro. Porque así como había salvado, sometido a Piotr Stepánovich (de eso estaba inquebrantablemente convencida), salvaría también a los demás. Ninguno, ninguno de ellos se perdería; ella los salvaría a todos; los encarrilaría, daría informes de ellos en ese sentido; se conduciría con miras a una suprema justicia, y hasta es posible que la historia y todo el liberalismo ruso tuviesen que bendecir su nombre; pero la conjuración, sin embargo, se descubriría. Todas las ventajas de un golpe.
martes, 7 de mayo de 2013
'LA BÚSQUEDA DE DIOS' (Demonios, Dostoievski)
- (...) Los pueblos se desplazan y mueven por otra fuerza, imperiosa y dominadora, cuya procedencia nos es desconocida e inexplicada. Esa fuerza es la fuerza de la insaciable ansia de llegar hasta el final, y al mismo tiempo niega el final. Es la fuerza de la continua e incansable afirmación de su existir y la negación de la muerte. El alma de la vida, como dicen las Escrituras; la "corriente de las aguas vivas", con la desecación de las cuales nos amenaza tanto el Apocalipsis. El principio estético según dicen los filósofos; el principio moral, como también lo llaman. "La búsqueda de Dios" como yo suelo denominarla. La finalidad de todo movimiento de un pueblo, en toda nación y en todo período de su vida, es únicamente la búsqueda de su dios, indefectiblemente suyo, y la fe en él como en el único verdadero Dios es la personalidad sintética de todo el pueblo, tomado desde el principio hasta el fin. (...)
- No pienso que no las haya cambiado -observó Stavroguin con cautela-. Usted las acogió apasionadamente, y apasionadamente las ha alterado, sin advertirlo. Basta ese detalle de que usted rebaja a Dios a la categoría de un simple atributo de la nacionalidad...
Con tensa y especial atención, empezó de pronto a seguir a Schátov, y no sólo sus palabras, sino a él mismo.
- ¿Que yo reduzco a Dios a la categoría de atributo de la nacionalidad? -exclamó Schátov-. Por el contrario, elevo la nacionalidad hasta Dios. Pero ¿ha sido alguna vez de otro modo? El pueblo... es el cuerpo de Dios. Toda nación sólo se conserva como tal nación mientras tiene su dios propio, y a todos los demás dioses del mundo los excluye, sin excepción alguna, mientras cree que con su dios ha de vencer y echar del mundo a todos los demás dioses. Así han creído todas, desde el principio de los tiempos; todas las grandes naciones, por lo menos; todas las que por algo han descollado; todas las que se han puesto a la cabeza de la Humanidad. Contra los hechos es imposible arremeter. Los hebreos vivieron únicamente para aguardar al Dios verdadero y dejarle al mundo este Dios verdadero. Los griegos divinizaron la Naturaleza y legaron al mundo su religión; es decir, la filosofía y el arte. Roma divinizó la nación en el imperio, y dejó a las naciones el imperio. Francia, en el curso de toda su larga historia, fue solamente la encarnación y desarrollo de la idea del dios romano, y cayó en el ateísmo, que ellos llaman socialismo, sólo porque el ateísmo es, a pesar de todo, mejor que el catolicismo romano. Cuando una gran nación no cree que ella sola posee la verdad (en ella sola y en ella exclusivamente), si no cree que es la única capacitada y predestinada para resucitar y salvar a todas por medio de su verdad, en seguida se convierte en un material etnográfico, pero deja de ser una gran nación (...)
lunes, 6 de mayo de 2013
UNA ARAÑA VA SUBIENDO POR LA PARED (Demonios, Dostoievski)
- ¡Hum!... Yo ahora ya no riño. Yo entonces aún no sabía que era feliz. ¿Ha visto usted la hoja, la hoja del árbol?
- La he visto.
- Yo veía hace poco una amarilla, un poco verde; pero podrida por los bordes. El viento la había arrebatado. Cuando yo tenía diez años cerraba en invierno, con toda intención, los ojos y me imaginaba una hoja verde, de venas sobresalientes, y el sol resplandecía. Abría los ojos y no creía, de bueno que era aquello, y volvía a cerrarlos.
- ¿Qué es eso? ¿Alguna alegoría?
- N...o ¿Por qué? Yo no expongo ninguna alegoría; no me refiero más que a la hoja, a una hoja. La hoja es bella. Todo es bello.
- ¿Todo?
- Todo. El hombre es desdichado porque no sabe que es dichoso. Solamente por eso. Eso es todo, ¡todo! El que se da cuenta, inmediatamente es feliz en el mismo instante. Esa nuera se morirá, pero su nena quedará... Todo está bien. De pronto lo he descubierto.
- Pero y quien se muere de hambre y quien ofende y deshonra a una joven..., ¿también eso está bien?
- Bien. Y quien le rompe la cabeza por la muchacha, también eso está bien; y quien no se la rompe, también lo está. Todo está bien, todo. Está bien para aquel que sabe que todo está bien. Si ellos supieran que estaba bien, lo estarían; pero mientras no sepan que están bien, no lo estarán. Ahí tiene usted toda la idea, y no la otra.
- ¿Cuándo supo usted que era feliz?
- La semana pasada; el martes; no, el miércoles, porque era ya el miércoles, por la noche.
- ¿Y cómo fue eso?
- No recuerdo. Yo estaba dando paseos por la sala... Todo da igual. Paré el reloj; eran las tres menos veintitrés minutos.
- ¿En señal de que el tiempo ha de detenerse? (al alcanzar la felicidad)
Kirillov guardó silencio.
- No son buenos -empezó, de pronto, otra vez-, porque no saben que son buenos. Cuando se enteren, no forzarán a la muchacha. Es menester hacerles saber que son buenos, y todos, inmediatamente, serán buenos, desde el primero al último.
- ¿De modo que usted ha caído en la cuenta de que era bueno?
- Soy bueno.
- En eso, naturalmente, estoy de acuerdo con usted -murmuró Stavroguin, frunciendo el ceño.
- El que les enseñe que todos son buenos pondrá fin al mundo.
- Al que se lo enseñó lo crucificaron.
- Él viene, y su nombre será hombre-dios.
- ¿Dios-hombre?
- Hombre-dios, que ya hay una diferencia.
- ¿Ha sido usted quien ha encendido la lámpara ante la imagen?
- Sí, yo la he encendido.
- ¿Es usted creyente?
- A la vieja le gusta que la lámpara esté encendida..., y hoy ella no ha tenido tiempo -balbuceó Kirillov-
- ¿Y usted no reza todavía?
- Yo le rezo a todo. Mire usted: una araña va subiendo por la pared; yo la miro y le doy gracias por subir por la pared.
Sus ojos volvieron a rebrillar. Miraba a la cara de Stavroguin, con ojos firmes y fijos. Stavroguin frunció el ceño y le miró con disgusto; pero en sus ojos no había burla alguna.
(Stavroguin se encuentra en vísperas de poder perder su vida en un duelo)
- Apuesto algo a que cuando vuelva por aquí, ya creerá usted en Dios -dijo, levantándose y cogiendo el sombrero.
- ¿Por qué? -inquirió Kirillov, levantándose también.
- Si usted se diera cuenta de que creía en Dios, creería; pero como aún no se ha enterado de que cree en Dios, aún no cree -dijo Stavroguin, riendo.
- No es así -replicó Kirillov, pensativo-. Usted ha tergiversado mi idea. Ésa es una broma mundana. Recuerde lo que usted significa en mi vida, Stavroguin.
domingo, 5 de mayo de 2013
¿POR QUÉ? (Demonios, Dostoievski)
¿Que no he contestado a su "por qué"? ¿Que está usted aguardando mi contestación a su "por qué"? -dijo el capitán, guiñando el ojo-. Esas palabrillas de "por qué" se hallan difundidas por todo el Universo desde el primer día de su creación, señora, y la Naturaleza toda, a cada instante, le grita a su Creador: "¿Por qué?", y hace siete mil años que no obtiene contestación. ¿Es justo que precisamente el capitán Lebiadkin vaya a contestar eso, señora?
sábado, 4 de mayo de 2013
EL SECRETO DEL ENGAÑO (Demonios, Dostoievski)
- Sí, también es verdad, porque Liputin... ¡es un caos! Pero ¿es verdad lo que dijo antes de que usted quería escribir un libro?
Yo me excusé y le aseguré que no trataba de examinarlo. Él se puso encarnado.
- Dijo verdad: yo escribo. Sólo que eso es igual.
Por un minuto guardamos silencio; él, de pronto, sonrióse con su pueril sonrisa de antes.
- Eso él mismo lo sacó de su cabeza, de los libros, y él fue quien me lo dijo primero; sólo que ha comprendido mal, porque yo busco únicamente las causas de que la gente no se atreva a matarse; eso es todo. Pero todo eso es igual.
- ¿Cómo que no se atreva la gente? ¿Acaso hay pocos suicidios?
- Poquísimos.
- ¿Lo cree usted así?
No contestó; levantóse y pensativo, púsose a dar vueltas por la habitación.
- ¿Qué es lo que retrae a la gente, según usted, del suicidio? -preguntéle, con curiosidad.
Parecía ensimismado, como haciendo memoria de lo que me hablaba.
- Yo..., yo todavía sé poco...; dos prejuicios la retraen, dos cosas, sólo dos: una muy pequeña, otra muy grande.
- ¿Cuál es la pequeña?
- El dolor.
- ¿El dolor? Pero ¿tanta importancia tiene... en ese caso?
- Es lo primero. Hay dos clases de suicidas: o los que se matan por una pena muy grande; o los que lo hacen por rabia, o porque están locos, o por cualquier otra causa...; éstos lo hacen de pronto. Éstos no sólo piensan poco en el dolor, sino que proceden de pronto. Pero los que están en su juicio..., ésos lo piensan mucho.
- Pero ¿acaso los hay que estén en su juicio?
- Muchísimos. Si no fuera por los prejuicios, aún abundarían más, mucho: lo sería todo el mundo.
- ¿Todo el mundo nada menos?
Él guardó silencio.
- Pero ¿acaso no hay medios de morir sin dolor?
- Imagínese usted -dijo, deteniéndose delante de mí-, imagínese una piedra del tamaño de una casa grande; está colgando, y usted, debajo de ella; si le cayera encima, en la cabeza..., ¿sentiría dolor?
- ¿Una piedra como una casa? Sin duda que sería horrible.
- Yo no me refiero al miedo; pero ¿habría dolor?
- ¿Una piedra como una montaña, de un millón de pudes? Naturalmente que no habría dolor.
- Tiene usted razón; pero en tanto no cayese, temería usted mucho que hubiese dolor. El primer hombre de ciencia, el primer doctor, sentirían mucho miedo. Todos sabrían que no habría dolor, y, no obstante, todos temerían que lo hubiese.
- Bueno, ¿y la segunda razón, la grande?
- El más allá.
- Es decir, ¿la expiación?
- Es lo mismo. El más allá; simplemente, el más allá.
- Pero ¿no hay ateos que no creen lo más mínimo en el más allá?
Volvió a guardar silencio.
- ¿Piensa usted por usted?
- No hay más remedio que pensar cada cual por uno -declaró, poniéndose colorado-. La libertad absoluta existirá cuando dé lo mismo vivir que no vivir. Ésa es toda la finalidad.
- ¿Finalidad? ¡Pero entonces nadie querrá vivir!
- Nadie -profirió enérgicamente.
- El hombre le teme a la muerte, porque ama la vida: he ahí cómo yo lo entiendo -observé-, y lo que manda la Naturaleza.
- Eso es ruin, y todo eso es un engaño -centelleábanle los ojos-. La vida es dolor, la vida es espanto, y el hombre es desdichado. Ahora todo es dolor y espanto. Ahora el hombre ama la vida. Y así obra. La vida se da ahora por dolor y espanto, y todo eso es un engaño. Ahora el hombre no es todavía ese otro hombre. Surgirá un hombre nuevo, feliz y orgulloso. Al cual le dará lo mismo vivir que no vivir; ¡ése será el hombre nuevo! Quien suprima el dolor y el espanto, ése será un dios. Y el otro Dios dejará de ser.
- Según eso, ¿para usted existe Dios?
- Existe y no existe. La piedra no produce el dolor; pero en el miedo a la piedra hay dolor. Dios es el dolor del miedo a la muerte. Quien venza el dolor y el miedo, ése será Dios. Entonces empezará una nueva vida, entonces existirá el hombre nuevo, todo será nuevo... Entonces la historia se dividirá en dos partes: del gorila al aniquilamiento de Dios y del aniquilamiento de Dios a...
- ¿Al gorila?
- ... al cambio en la tierra y del hombre físico. Será Dios el hombre, y cambiará físicamente. Y el mundo cambiará también, y los actos cambiarán, y las ideas y los sentimientos todos. ¿No cree usted que el hombre ha de cambiar entonces en lo físico?
- Si ha de dar lo mismo vivir que no vivir, todos se matarán, y en eso quizá consista el cambio.
- Eso es igual. Matarán a la mentira. Todo el que desee la plena libertad está obligado a atreverse a matarse. El que se atreva a matarse descubre el secreto del engaño. No hay más libertad que ésa: ahí está todo, y no hay nada más. Quien se atreve a matarse es Dios. Ahora todos pueden hacer que no haya Dios ni nada. Pero nadie lo hizo hasta ahora ni una sola vez.
- Suicidas los ha habido a millones.
- Pero ninguno por esa causa, sino todos por miedo y no con ese fin. No con el fin de matar el miedo. Quien se mata sólo por eso, por matar el miedo, ése inmediatamente será Dios.
viernes, 3 de mayo de 2013
POR CREER 'EN UN DIOS' (Demonios, Dostoievski)
Nuestro maestro creía en Dios. "¡No comprendo por qué aquí todos me tienen por ateo! -solía decir-. Yo creo en Dios, mais distingons; yo creo como en el Ser que se reconoce en mí a sí propio. No puedo creer como mi Nastasia (la criada) o como cualquier señorito, que cree 'por si acaso'..., o como nuestro simpático Schátov cree 'a la fuerza', como el eslavófilo moscovita. Por lo que se refiere al cristianismo, con el sincero respeto que me inspira, yo... no soy cristiano. Antes pagano, como el gran Goethe, o como los antiguos griegos. Ya eso sólo de que el cristianismo no haya comprendido a la mujer..., según tan magnifícamente ha descrito George Sand en una de sus novelas geniales, bastaría. Cuanto a las devociones, ayunos, etcétera, ¡no comprendo qué tenga yo que ver con eso! Por más que se afanen aquí nuestros denunciadores, yo no quiero ser jesuita. El año cuarenta y siete, Bielinskii, que estaba en el extranjero, escribió a Gógol su famosa carta recriminándole violentamente por creer 'en un Dios'. Entre nous soit dit, nadie puede imaginarse nada más cómico que el instante en que Gógol (¡el Gógol de entonces!) leyó aquella frase y ... ¡toda la carta! Pero bromas aparte, y puesto que yo, a pesar de todo, estoy de acuerdo en lo esencial de la cosa, diré y recalcaré: ¡ésos eran hombres!... Sabían amar a su pueblo, sabían sufrir por él y sabían, al mismo tiempo, discrepar de él cuando hacía falta no darle la razón en ciertas ideas. ¡No podía, efectivamente, Bielinskii buscar su salvación en el aceite de vigilia o en el rapónchigo con guisantes!..."