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IL POSTINO

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sábado, 3 de octubre de 2009

LA MAGIA DE LA PALABRA, J. Campos

Todo novelista es alguien que sueña un universo y le confiere a ese sueño la facultad de poner en juego, por fin, a la verdadera realidad, propiciando la aparición de algo que no era visible hasta entonces.

El discurso novelesco se acerca de esa manera a la fórmula que, en boca del mago, propicia una transformación de la realidad o un prevalecimiento de la irrealidad.

Volvemos, pues, a ese carácter demoniaco, por ritual y secreto, del acto de escribir del que habíamos salido, como punto de partida y referido a todas las manifestaciones del arte.

"Un artista es una criatura impulsada por demonios", diría Faulkner.

Demonio o simplemente mago, el novelista inventa un universo distinto del que existe, un mundo nuevo poblado por las criaturas de sus sueños y por hechos, situaciones, lugares que han surgido a la realidad por obra y gracia del lenguaje, que funciona como los encantamientos del mago de antaño.

Las palabras que reúne el novelista, una tras otra, en el relato son conjuros emitidos para transformar una realidad en otra realidad.

Los magos se han creído depositarios de poderes ocultos y misteriosos, seres visitados por los espíritus y capaces por ello de transmitir a todo lo que tocan pero, sobre todo, a lo que conjuran mediante la palabra, cualidades que antes no poseían tales objetos o seres: el novelista se atreve a escribir esa sucesión de palabras que constituye la novela porque también se siente instrumento de un poder que escapa a su control pero que se manifiesta a través de su palabra.

Hemos visto cuán numerosos son los testimonios de autores que, al terminar un libro, sienten la extrañeza de encontrarse con aquel objeto extraído de ellos y que, sin embargo, no podrían haber explicar cómo pudo ser fabricado por ellos mismos.

Así como la magia establece conexiones entre objetos muy dispares, la novela es el ámbito donde se encuentran sitios y seres que están hechos de fragmentos de otros lugares y otras personas y de otras cualidades inventadas, de modo que nunca hubieran podido acercarse en el mundo que no es el de la novela, para atestiguar, como también hacían los magos, la posibilidad de transformar el caos en un cosmos regido según su voluntad.

¿Qué poderes han atribuido a la magia?
Desde asegurar la salud y la fecundidad hasta propiciar el descenso de las estrellas sobre la tierra.

¿No hemos recogido acaso el testimonio de novelistas que atribuían a la escritura la facultad de conferir inmortalidad a lo que ha sido puesto en palabras?

Cuando el novelista se mete en la novela, para acentuar su carácter ficticio, se contempla a sí mismo trocando su vida por la vida de sus personajes: él mismo pasa a ser su propio personaje o , si pensamos otra vez en el mago primitivo, acepta la existencia de un doble, que es a la vez idéntico y distinto de él mismo, un doble encarnado por palabras.

Los viejos ritos de transmisión obligaban a las fuerzas ocultas a pasar de un objeto a otro: la creación de personajes que sólo tienen vigencia en el coto de la ficción es, a su modo, un rito de transmisión.

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