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IL POSTINO

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jueves, 9 de mayo de 2013

ESAS METAMORFOSIS (Demonios, Dostoievski)

No puedo menos de dar cuenta detallada de la brevísima entrevista de los dos "rivales", entrevista imposible al parecer, atendidas las circunstancias, pero que, sin embargo, celebróse.

Sucedió la cosa de este modo: Nikolai Vsevolódovich estaba ensoñando en su despacho después de comer, tendido en el diván, cuando Aléksieyi Yegórovich le anunció una visita inesperada. Al oír aquel nombre, saltó del diván y negóse a creerlo. Mas no tardó en asomar la sonrisa a sus labios, una sonrisa de altivo triunfo y, al mismo tiempo, de profundo e incrédulo asombro. Mavrikii Nikoláyevich, al entrar, pareció desconcertarse, ante aquella sonrisa; por lo menos, detúvose de pronto en medio del cuarto, como indeciso: ¿seguiría adelante o se volvería? El dueño de la casa inmediatamente cambió de expresión, y, con aire de seria perplejidad, adelantóse a su encuentro. Aquél no cogió la mano que le tendían; torpemente, cogió una silla, y, sin decir palabra, sentóse antes que el dueño de la casa, sin aguardar su invitación. Nikolai Vsevolódovich sentóse de costado en su diván y, sin quitarle ojo a Mavrikii Nikoláyevich, callaba y aguardaba.

 - Si puede usted, cásese con Lizaveta Nikoláyevna -dijo, de pronto, Mavrikii Nikoláyevich, y eso fue lo más curioso: habría sido imposible inferir por el tono de su voz qué era aquello: súplica, recomendación, concesión u orden.

Nikolai Vsevolódovich continuó callado; pero el huésped, por lo visto, había dicho ya todo lo que había ido a decir, y lo miraba terco, aguardando su respuesta.

 - Si no me equivoco (aunque, por lo demás, es esto harto cierto), Lizaveta Nikoláyevna está ya comprometida con usted -dijo Stavroguin, finalmente.

 - Comprometida -asintió Mavrikii Nikoláyevich con voz firme y clara.

 - ¿Han... reñido ustedes?... Y usted dispense, Mavrikii Nikoláyevich.

 - No, ella me "ama y me estima": tales son sus palabras. Sus palabras son más preciosas que todo.

 - De eso no hay duda.

 - Pero usted sabe bien que, aunque esté ella bajo el mismo yugo, en llamándola usted, nos deja a mí y a todos y se va con usted.

 - ¿Bajo el mismo yugo?

 - Y después del yugo.

 - ¿No estará usted equivocado?

 - No. Por entre el constante odio que le demuestra, sincero y pleno, resplandece a cada instante el amor..., la locura..., el más sincero y desmedido amor y... locura. Por el contrario, al través del amor que por mí siente se trasluce el odio... más grande. Nunca hubiera podido yo antes imaginarme esas metamorfosis.

 - Pero yo me admiro. ¿Cómo es posible, sin embargo, que venga usted a ofrecerme la mano de Lizaveta Nikoláyevna? ¿Tiene usted algún derecho para ello? ¿O es que viene usted de parte de ella?

Mavrikii Nikoláyevich frunció el ceño, y por un instante bajó la cabeza.

 - Mire usted: todo eso sólo son palabras por parte de usted -dijo de pronto-, palabras vindicativas y triunfales; estoy seguro de que usted comprenderá entre líneas, y, además, ¿hay aquí margen para una vanidad mezquina? ¿No es bastante satisfacción para usted? ¿Será preciso insistir, poner los puntos sobre las íes? Pues bien; pondré los puntos sobre las íes, si tanta falta le hace a usted humillarme; derecho no tengo ninguno; que venga de parte de ella, es imposible. Lizaveta Nikoláyevna no sabe nada de esto; pero su novio ha perdido el último destello de inteligencia y resulta digno del manicomio, y por si algo faltaba, viene él mismo a contárselo a usted. En todo el mundo, sólo usted puede hacerla a ella feliz... y sólo yo... desdichada. Usted la hace rabiar, usted la persigue, pero no sé por qué no se casa con ella. Si se trata de una disputa amorosa ocurrida en el extranjero, si es preciso sacrificarme a mí..., sacrifíquenme. Ella es muy desdichada, y yo no puedo sufrirlo. Mis palabras no son un consentimiento ni una orden, así que no pueden herirle en su amor propio. Si usted quisiese ocupar mi puesto ante el altar, podría hacerlo sin ningún permiso de mi parte, y yo, sin duda, no tendría que venir a verle, insensato. Tanto más cuanto que nuestra boda, después de este paso que acabo de dar, es imposible. ¿No sería un miserable si la llevase ahora al altar? Lo que yo hago aquí y el hecho de entregársela a usted, su más irreconciliable enemigo, representan a mis ojos una bajeza tal, que yo seguramente no lo soportaré.

 - ¿Va usted a pegarse un tiro cuando nos echen a nosotros las bendiciones?

 - No, mucho después. ¿Para qué manchar de sangre su traje de boda? Pero es posible también que no me mate ni ahora ni luego.

 - Al hablar así se propone usted, sin duda, inquietarme.

 - ¿A usted? ¿Qué puede significar para usted una simple mancha de sangre?

Se puso pálido, y los ojos le echaron fuego. Siguió un minuto de silencio.

 - Disculpe usted las preguntas que le hago -empezó de nuevo Stavroguin-. Alguna de ellas no tengo el menor derecho a hacérsela, pero una sí tengo pleno derecho a formulársela; dígame usted: ¿en qué datos se funda para pensar así de mis sentimientos hacia Lizaveta Nikoláyevna? Me refiero al grado de esos sentimientos, la creencia en el cual le ha permitido a usted venir hasta aquí... y aventurarse a esa proposición.

 - ¿Cómo? -y hasta se estremeció un tanto Mavrikii Nikoláyevich-. Pero... ¿Acaso no ha pretendido su mano? ¿Es que no la ha pedido ni quiere pedirla? ¿No lo adivina ni lo quiere adivinar?

 - En general, de mis sentimientos respecto a ésa u otra mujer, no puedo hablar con tercera persona ni con nadie, fuera de esa sola mujer. Dispense usted, hasta ese punto soy raro. Pero, en cambio, voy a decirle a usted en todo lo demás la verdad: yo soy casado y no puedo casarme ni "pedir la mano" de ninguna mujer.

Mavrikii Nikoláyevich quedóse tan estupefacto, que se echó hacia atrás en su asiento, y un rato quedóse mirando de hito en hito a Stavroguin.

 - Figúrese usted, yo jamás lo habría pensado -balbuceó-. Usted dijo entonces, aquella mañana, que no era casado..., y yo me creí que no lo era...

Estaba horriblemente pálido; de pronto dio con todas sus fuerzas un puñetazo en la mesa.

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