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IL POSTINO

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domingo, 17 de mayo de 2009

Georges Kien, el psiquiatra de París

Georges Kien, el psiquiatra de París


Cuando Georges paseaba por las calles de París solía encontrarse con alguno de sus antiguos pacientes curados. Al punto era abrazado y casi derribado al suelo, como el amo de un gran perro que volviera a su casa después de una larga ausencia. Tras la cordialidad de sus preguntas ocultaba una leve esperanza. Les hablaba de la buena salud, la profesión o los planes futuros, y esperaba pequeños comentarios como: “¡Antes todo era mejor!”, o bien: “¡Qué estúpida y vacía es ahora mi vida!”, “¡Preferiría estar enfermo otra vez!”, “¿Para qué me curó usted?”, “¡La gente ni se imagina las maravillas que caben en una cabeza!”, “La salud mental es una especie de embrutecimiento”, “¡Habría que poner fin a sus teje-y-manejes: me ha privado usted de mis bienes más preciados!”, “Lo aprecio solamente como amigo. Su profesión es un crimen contra la humanidad” “¡Debería usted avergonzarse, remendón de almas!”, “¡Devuélvame mi enfermedad!”, “¡Le pondré un pleito!”, “¡Curación rima con destrucción!”


– Vean ustedes, caballeros –les decía al quedarse solo con ellos–, qué necios y miserables somos, qué burgueses tan lamentables y obtusos, comparados con este paranoico genial. Nosotros poseemos las experiencias ajenas, él es poseído por las suyas propias. Al igual que la Tierra, vaga por su propio universo en una soledad total. Tiene derecho a tener miedo. Al explicar y defender su trayectoria emplea más perspicacia que la que todos nosotros aplicamos a la nuestra. Cree en las quimeras que sus sentidos le proponen, mientras que nosotros desconfiamos de nuestros sanos sentidos. Los pocos que, entre nosotros, tienen fe, se aferran a experiencias que otra gente tuvo ya por ellos hace miles de años. Necesitamos visiones, revelaciones, voces –aproximaciones fulminantes a las cosas y personas– y cuando no las hallamos en nosotros mismos, las buscamos en la tradición. Nuestra propia miseria nos impulsa a tener fe. Otros, más pobres todavía, renuncian a todo esto. ¿Y él? Es Alá, profeta y musulmán en una sola persona. ¿Un milagro dejará acaso de serlo porque le peguemos la etiqueta de paranoia chronica? Vivimos encaramados sobre nuestra sólida razón como los ambiciosos sobre su dinero. Mas la razón, tal como nosotros la entendemos, es un malentendido. ¡Si existe una vida puramente espiritual, es sin duda la que lleva este loco!


(…) La ciencia les había inculcado una fe ciega en la causalidad. Personajes convencionales, se ceñían fielmente a las costumbres y opiniones más difundidas en su tiempo. Amaban el placer e interpretaban todo y a todos en función del deseo de placer: una manía de la época, que dominaba todos los espíritus sin dar mayores resultados. Y por placer entendían, naturalmente, todos los vicios tradicionales que el individuo, desde que existen animales, ha practicado con infame ahínco.

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