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IL POSTINO

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viernes, 4 de marzo de 2011

EL RECUERDO DE ASTARTÉ

Se ha recordado la genialidad de Edgar Poe en muchas ocasiones en este blog, pero también ha habido latinoamericanos notables como el peruano Clemente Palma que han hecho relatos de terror, particularmente aquí se reproducirá la versión conveniente para el Yin y el Yang, contrapuesto a "El Gato Negro" de Poe se transcribe el siguiente cuento:

Tengo una gata blanca, sobre cuya cabeza se extiende una mancha que inunda su lomo, como la cabellera de una mujer en deshabillé. Ha pocos años era un gracioso trocillo de carne dócil, cuando Astarté me obsequió con ella. Ocupó holgadamente el bolsillo de mi gabán; había nacido en un rincón del boudoir de Astarté, y como yo deseara un recuerdo le pedí ese animalejo, al que puse el mismo nombre de esa virgen pérfida y frívola. Mi gata blanca ha crecido entre mis papeles y mis libros, ha perseguido los bicharracos de los rincones, ha desgarrado las hojas de mis libros en sus traviesas correrías infantiles, y más de una vez me ha hecho trizas anotaciones, cartas y originales. “Ah, bestia hermosa e inicua, menos inicua y hermosa que su primitiva dueña! ¡En cuantas ocasiones he deseado matarte a palos, porque he visto asomando por tus ojos, porque he visto palpitar bajo tus musculitos ágiles, dentro de tus curvas elegantes, el espíritu de la hipocresía amable y solapada que anima a la Humanidad! ¡Cuántas veces en horas de amargura he acariciado nerviosamente tu hermosa cabeza, mientras tú ronroneabas tu oración bestial, que parecía el eco sordo de las dolorosas reflexiones y penosas miserias que turbaban la serenidad glacial de mi vida interior!...

En las noches de luna he pensado en ti, Astarté, mi hermosa gata blanca. Desde mi ventana hemos contemplado juntos a Selene, la pálida diosa que surca los cielos en su carabela de plata. Yo he pensado que tú eras el símbolo más perfecto del amor: te veía contemplando beatíficamente la luna, con los ojos entornados, con expresión de mansedumbre; y, sin embargo, eres cruel, voluptuosamente cruel. En vano he tratado de desentrañar, esfinge doméstica, el extraño enigma de sangre y de amor, de odio y de caricias, de complacencias perversas y de infames delectaciones, que te embarga misteriosamente, mientras en el alféizar de la ventana nos miras a la luna y a mí alternativamente. ¿Por dónde se perderán tus divagaciones cuando sigues, con miradas apagadas, las volutas de humo de mi cigarro que suben hacia la pálida Selene? ¿qué rojos ensueños de voluptuosidad feroz provocaran en ti, mi hermosa gata, los inquietos centelleos de las estrellas?... A menudo la fierecilla, con mimosa timidez de mujer, roza su cabecita y su lomo contra mis piernas, y viendo mi taciturna indiferencia sube a un sillón vecino, y desde allí fija en los míos sus redondos ojos, y sus pupilas se dilatan, y brillan con las mil facetas de un caleidoscopio que tuviera un abismo en el centro. Parece que mi compañera quisiera sugestionarme las extravagantes dilapidaciones de su fantasía cruel o que me interroga sobre mis calladas tristezas o sobre el dolor de mis aspiraciones abortadas, cuyas sombras ve acaso pasar por mi frente, como ratoncillos que provocaran sus instintivas ferocidades y su pasión por las acechanzas. Me imagino que mi gata me ama, y me imagino que alberga, dentro de su diminuta y esbelta carnación, el alma de alguien, de Astarté acaso; esa alma dura y amable, inflexible y sutil… Cuando acaricio la piel de mi gata siento correr bajo el suave pelaje un estremecimiento intermitente de maligna fruición , que recorre su espina dorsal, desde el cuello a la cola, como la ondulación viajera de un espasmo de nervios; de pronto revuélvese el animal con chisporroteos eléctricos en los ojos e hinca brutalmente sus garras en mi mano, o huye como presa de súbita locura y se esconde huraña bajo un mueble, desde donde atisba la impresión de cólera o curiosidad que sus perfidias o esquiveces me producen.

Mi gata tiene la coquetería de la limpieza: su preocupación constante en las horas cálidas y luminosas del día, es alisar la seda de sus garras y acicalar su cabeza: tiene el instinto de su hermosura y procura mantener incólume la albura de su piel. En sus sanguinarias y frecuentes aventuras de cacerías, quebranta los huesos, desgarra las carnes, se burla con mil ardides dolorosos de los sufrimientos de sus víctimas, pero libra hábilmente su piel de las manchas rojas de la sangre.

¡Cuánto goza la bestia blanca con el dolor de los bichos que coge, con la defraudación de la libertad que maliciosamente les concede, con los chillidos que les arranca! ¡Cuánto ingenio despliega su cruel inventiva para retardar la muerte y cómo se transparenta en sus ojos la voluptuosa fruición del triunfo! ¡Hasta creo ver dibujarse en el pequeño triángulo de su barbilla una sonrisa humana de alegría intensa y malsana! Después de estas escenas de perversidad y astucia, viene a mí con maullidos de complacencia beatífica, como si sintiera el bienestar de haber cumplido con un rito sagrado de maldad implacable y de coquetería. Y yo acaricio a mi gata blanca, porque veo como un trasunto del alma pérfida de Astarté; la acaricio porque veo en la bestia esa crueldad instintiva, inconsciente y poderosa que ha puesto Dios en la Naturaleza, como para indicarnos que la crueldad es una hebra inevitable entremezclada en el arduo tejido de la vida. Y siento que con la inflexión de los maullidos de Astarté, con sus alegres cabriolas y con sus saltos llenos de gracia y elegancia, quisiera decirme: “Soy mala, soy cruel, soy sanguinaria, pero ¿qué te importa si mi piel no se mancha?” Y entonces, en el fondo de sus glaucos ojos, en el negro abismo de boca contráctil que forma el centro de sus pupilas, creo ver pasar hierática, sonriente y maligna la sombra de Astarté, de la Astarté siríaca, la otra…

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