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IL POSTINO

IL POSTINO

jueves, 24 de marzo de 2011

EL TALLER DE LA LUNA

Desde su alta tribuna,
en artístico imperio
de blancura y misterio
trabaja la luna.

Con vertical exacta,
el álamo esbelto
parece el pilar resuelto
de su basílica abstracta.

Y los abedules
en columnata musicalmente acorde,
estremecen su vértigo al borde
de inefables abismos azules.

Las masas de luz blanca
van transformándose con arte futuro,
mezcladas a la sombra que se estanca
en los follajes como un fluido obscuro.
Y es tenebroso pórfido la barranca,
y cantera de mármol cualquier muro.

Allí el plenilunio incrusta
en nácar de leyenda la obra propia,
o cincela con serenidad augusta
algún noble alabastro en hábil copia.

Trueca el percal de la palurda
en increíble tisú de dama fatua,
y hiela con tenacidad absurda
los pies solitarios de la estatua.

(La estatua asegura un histórico interés,
con la tranquila firmeza de sus blancos pies)

Llena en el huerto la alberca
de sombra y de plata;
y un poco más cerca,
la fronda inmediata,
esfuma sobre el césped su sombra en vago tizne
sobre el cual una pieza de ropa, remeda
la palpitación de una Leda
abandonada a su cisne.

Un leño caduco,
donde extremosa medra
la hiedra
en alterno verdor con el bejuco,
se torna bajo su pálido estuco
en boceto de estatuaria piedra:
Junto a una Amistad blanca que nunca reposa
duerme, haragán y frívolo, un Amorcillo rosa.
Y por la parte opuesta es aquel grupo,
que con luz irreal el astro labra,
un inconcluso fauno a quien no cupo
en el magro pernil el pie de cabra.

La nieve lunar suelda
en el fondo del parque soñoliento,
celda sobre celda
con una simetría de convento.

Y aquel lúgubre claustro
donde clásicamente puede gemir el austro
y juguetear el duende ameno,
tiene por tema un ángulo de blanca noche,
con el perfil de un carricoche
empinado entre el heno.

Así es como la luna artista
despilfarra su peculio,
sin otro éxito a la vista
que el aplauso del vate contertulio;
pues hay un vate fortuito
cuyo estro se aduna
a la obra que la luna
teje como una araña en el infinito.

Su magnífico silencio,
se llena de Virgilio y de Terencio;
y su cráneo, negro de hastío,
derrocha una poesía rara,
como un cubo sombrío
que se invierte en agua clara.

Con punzante sospecha de adefesio
que desbarata en lírica jerigonza,
equilibra su torpe serventesio
pidiendo a la luna su marmórea onza.

Su nocturna cantinela
tiene un leve agraz de mofa,
que desbarata el canon de la escuela
y no logra cabal ninguna estrofa.

Es que la fútil luna
la construcción de las cuartetas importuna.

Por eso el triste vate,
con un arte más alto que el Himalaya,
lima la ya perfecta siempre mal, ¡y mal haya
a la pérfida luna que su éxito combate!

Con arte de moza pícara
la luna para él se encapota,
como si algún eclipse echara una gota
de café en su blanca jícara.

Y ante aquel desengaño
que sus potencias ofusca,
el pobre vate busca
una vara de soga y un castaño.

Mas, la luna poetisa,
que a la sublimidad del cénit sube,
ha salido ya de su nube
como una doncella de su camisa.

Su desnudez divulga
la hermosura secreta
que escocía vilmente alguna pulga;
y el lúgubre poeta,
ante esa aparición divina,
bajo la escultura lunar se concreta
en un Pierrot blanco de harina.

Sobre el lago que agrupa
macilento sauzal en su ribera,
deslízase ligera una ideal chalupa,
que es un poco de luz y de quimera.

A poco se advierte,
que aquello es el viaje de la muerte;
y en el viento que sopla
el alma nocturna hacia el limbo uniforme,
el eco de una copla
extravía un pavor blanco y enorme.

Pero ya menos vívida,
y mientras el melódico viento se pone ronco
la luna alarga con histeria lívida
en espectro de sombra cada tronco.

El estanque en desasosiego,
remueve en sus ondas quedas,
como un lúgubre talego,
deslustradas monedas.

A través del lóbrego zarzo
que trenza la umbría,
algún rayo amontona todavía
vírgenes bloques de cuarzo.

Mas, la tiniebla opresora
convierte la glorieta en hondo cuévano,
donde el arte lunar trabaja ahora
en un silencioso ébano.

Y bajo un horror de graves hojas,
tras de la luna, con prodigio imprevisto,
su faz asoma un inmenso Jesucristo
en el sangriento sudor de sus congojas.


(L. Lugones)

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