"El lector comprenderá mis pocos ánimos para persistir en el arte dramático y el recelo que sentía cada vez que entregaba una nueva pieza a un teatro. El hecho de que los dos mejores actores de Alemania hubiesen muerto poco después de haber ensayado mis versos, los últimos que leían, me volvió supersticioso; no me avergüenza confesarlo. Habrían de pasar algunos años antes de que me animará a volver a escribir para la escena y cuando el nuevo director del Burgtheater, Alfred Baron Berger, eminente experto en el campo teatral y maestro de la declamación, aceptó mi drama al instante, examiné casi con miedo la lista de actores elegidos y, con un paradójico suspiro de alivio, exclamé: "¡Gracias a Dios no hay ninguno de primera fila!" En esta ocasión la fatalidad no tenía a nadie a quien acometer. Y, a pesar de todo, lo improbable ocurrió. Cuando cerramos la puerta a una casualidad, ésta se nos desliza por otra. Yo había pensado sólo en los actores, no en el director, quien se había reservado la dirección de mi tragedia. La casa a orillas del mar y ya tenía concebida su puesta en escena: Alfred Bacon Berger. Y, en efecto, quince días antes de los primeros ensayos, estaba muerto. La maldición que parecía cernerse sobre mis obras dramáticas conservaba toda su fuerza; no me sentí seguro ni siquiera cuando, diez años después, terminada la Guerra Mundial, Jeremías y Volpone subieron a los escenarios en todas las lenguas imaginables. Y actué conscientemente en contra de mis intereses cuando, en el año 1931, terminé una nueva pieza, El Cordero de los Pobres. Un día, cuando ya había mandado el manuscrito a mi amigo Alexander Moissi, recibí un telegrama suyo en el que me pedía que le reservara el papel principal. Moissi, que había traído de su patria italiana al escenario alemán una sensual armonía del lenguaje, era entonces el gran sucesor de Josef Kainz. De aspecto encantador, inteligente, vivaz y, además, persona bondadosa y capaz de entusiasmarse, entregaba a cada obra una parte de su encanto personal; no habría podido desear un intérprete mejor para el papel. Sin embargo, cuando me hizo la propuesta, despertó en mí el recuerdo de Matkowsky y de Kainz y rechacé a Moissi con un pretexto, sin revelarle el auténtico motivo. Sabía que había heredado de Kainz el llamado anillo de Iffland, que el mejor actor de Alemania legaba a su mejor sucesor. ¿Iba a heredar también el destino final de Kainz? Sea como sea, yo, por mi parte, no quería ser por tercera vez el desencadenante de la fatalidad para el mejor actor de Alemania. Renuncié, pues, por superstición y por amor hacia él, a una representación perfecta que hubiera podido ser decisiva para mi obra. Y, sin embargo, ni mi renuncia pudo protegerlo, a pesar de que le negué el papel y de que, a partir de entonces, no he vuelto a dar otra pieza a los escenarios. Es como si, sin tener en absoluto la culpa, siempre me tuviera que ver envuelto en el destino de otros."
"Ser consciente de que puedo ser sospechoso de estar narrando una historia de fantasmas. Los casos de Matkowsky y de Kainz pueden llegar a explicarse por una triste casualidad. Pero ¿y el posterior de Moissi, puesto que le había negado el papel y no había escrito otro drama? He aquí lo que sucedió: unos años después, en el verano de 1935 (me adelanto ahora en el tiempo de mi crónica), yo estaba en Zürich, sin sospechar nada, cuando de repente recibí un telegrama de Alexander Moissi desde Milán, me anunciaba que llegaba aquella misma noche exclusivamente para verme y me rogaba que le esperase sin falta. Qué extraño, pensé. ¿Qué puede ser tan urgente? No he vuelto a escribir ninguna obra dramática y, desde hace años, el teatro me resulta del todo indiferente. Por supuesto lo esperé con alegría, porque quería como a un verdadero hermano a aquel hombre cariñoso y cordial. Saltó del vagón y se arrojó sobre mí; nos abrazamos al estilo italiano y, ya en el coche, me contó, con su deliciosa impaciencia, lo que yo podía hacer por él. Me quería pedir un favor, un gran favor. Pirandello le había hecho el gran honor de encargarle el estreno de su nueva obra Non sí sá maí, y no se trataba sólo del estreno en Italia, sino a escala mundial: tendría lugar en Viena y en alemán. Era la primera vez que un gran maestro italiano de esta talla daba la preferencia al extranjero con una obra suya; ni siquiera se había decidido por París. Pues bien, Pirandello, que temía que la musicalidad y las vibraciones de su prosa se perdieran en la traducción, albergaba en su corazón un deseo muy especial: quería que no fuera un traductor cualquiera, sino yo, cuyo arte literario apreciaba desde hacía tiempo, quien tradujera la obra al alemán. Huelga decir que Pirandello había dudado en hacerme ¡perder el tiempo con traducciones! Era el motivo por lo que él personalmente, Moissi, tenía el encargo de transmitirme la petición de Pirandello. Cierto que no me dedicaba a traducir desde hacía años, pero admiraba demasiado a Pirandello, con quien había tenido algunos encuentros agradables, como para decepcionarlo y, sobre todo, para mí era un motivo de alegría el poder ofrecer una muestra de camaradería a un amigo tan íntimo como Moissi. Dejé mis propios trabajos durante una o dos semanas; al cabo de unos días se anunciaba en Viena el estreno internacional de la obra de Pirandello en mi traducción y, además, se le quería dar un relieve especial debido a razones políticas ocultas. Pirandello había prometido asistir a la función, y como Mussolini era considerado todavía el santo patrón de Austria, todos los círculos oficiales con el canciller a la cabeza, anunciaron su presencia en el acto. La velada debía ser al mismo tiempo una manifestación política de la amistad austro-italiana (en realidad, del protectorado de Italia sobre Austria).
Por una casualidad, también yo me encontraba en Viena en los días en los días en que debían empezar los primeros ensayos. Me alegraba la perspectiva de volver a ver a Pirandello y sentía curiosidad por oír las palabras de mi traducción pronunciadas por la voz musical de Moissi. Pero con un fantasmal semejanza se repitió, al cabo de un cuarto de siglo, el mismo suceso. Cuando abrí un periódico, a primera hora, leí que Moissi había llegado de Suiza con una gripe muy fuerte y que a causa de la enfermedad los ensayos se aplazaban. Una gripe, pensé, no puede ser cosa muy grave. Pero el corazón me latía deprisa mientras me acercaba al hotel (¡gracias, me consolé, no era el Sacher sino el Grand Hotel!) para visitar a mi amigo enfermo; el recuerdo de aquella inútil visita a Kainz afloró en mi piel como un escalofrío. Y, al cabo de más de un cuarto de siglo, se repitió exactamente lo mismo en la persona del mejor actor de la época. Ya no me permitieron ver a Moissi: presa de la fiebre, había empezado a delirar. Dos días más tarde me encontraba, como en el caso de Kainz, no en el ensayo, sino ante su ataúd."
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