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IL POSTINO

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jueves, 26 de noviembre de 2015

LOS TIEMPOS DORADOS DE LA VIEJA NUEVA ORLEANS ROMÁNTICA (La Conjura de los Necios, NOLA)


Pero volvamos a la cuestión que nos ocupaba: la venganza de Clyde. El vendedor que tenía antes la ruta del Barrio Francés llevaba un absurdo atuendo de pirata, un guiño de Vendedores Paraíso al folklore y la historia de Nueva Orleans, una tentativa clydiana de relacionar la salchicha con la leyenda criolla. Clyde me obligó a probármelo en el garage. El traje, claro está, había sido confeccionado según las medidas de la constitución tuberculosa y subdesarrollada del antiguo vendedor, y pese a los muchos tirones, inhalaciones y esfuerzos, fue imposible encerrar en él mi cuerpo musculoso. Hubo que llegar, en consecuencia, a una especie de compromiso. Até en mi gorra el pañuelo pirata de satén rojo. Me atornillé en el lóbulo izquierdo el pendiente dorado, una versión grandes almacenes. Fijé el sable negro de plástico al costado de mi ropón blanco de vendedor con un imperdible. Un pirata muy poco impresionante, dirán los lectores. Sin embargo, cuando me contemplé en el espejo, hube de admitir que tenía un aspecto sobrecogedor y dramático. Blandiendo el sable de plástico hacia Clyde, grité: "¡Salid a la pasarela, almirante, es un motín!" Esto, debería haberme dado cuenta, fue demasiado para su mentalidad literal y salchichesca. Se asustó muchísimo y procedió a atacarme con su tenedor, como un chuzo. Evolucionamos por el garage como dos espadachines en una película histórica particularmente inepta, durante unos instantes, tenedor y sable repiqueteando uno contra otro demencialmente. Dándome cuenta de que mi arma de plástico no podía igualar a un largo tenedor esgrimido por un matusalén alucinado, comprendiendo que estaba despertando los peores instintos de Clyde, intenté poner fin a aquel pequeño duelo. Pronuncié pálabras pacificadoras, rogué, me rendí por último. Aun así, Clyde seguía asediándome, mi disfraz de pirata le parecía tan perfectamente que al parecer le había convencido de que habíamos vuelto a los tiempos dorados de la vieja Nueva Otleans romántica, cuando los caballeros decidían las cuestiones de honor salchichesco a veinte pasos. Fue entonces cuando se encendió una luz en mi mente compleja. Sé que Clyde intentaba, en realidad, matarme. Habría sido una excusa perfecta: defensa propia. Me había puesto en sus manos. Por suerte para mí, caí al suelo. Me había apoyado en uno de los carros, perdí mi equilibrio, siempre precario, y me desplomé. Aunque me di un golpe en la cabeza, bastante doloroso por cierto, contra el carro, grité afablemente desde el suelo: "Ganasteis vos, caballero." Luego, en silencio, rendí homenaje a la Fortuna Clemente que me había librado de morir trinchado con un tenedor herrumbroso.

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