Mientras estas consideraciones se le ocurrían con sucesión dolorosa, sintió lástima por él más que por ella misma. Ayudada por la convicción de no haber hecho nada para merecer su felicidad de aquel momento, y consolada con la creencia de que Edward no había hecho nada para perder su estima, pensó que podía, incluso ahora, cuando las cosas estaban aún en caliente, dominarse a sí misma lo suficiente como para evitar cualquier sospecha sobre lo que era o no cierto de su madre y de sus hermanas. Y tan bien fue capaz de responder a sus propias expectativas, que cuando se unió con ellas para comer sólo dos horas más tarde de haber sufrido la extinción de sus deseos más queridos, nadie habría supuesto por la apariencia de sus hermanas que Elinor lloraba en secreto por dentro ante los obstáculos que habrían de dividirla para siempre del objeto amado, y que Marianne se recreaba internamente de las virtudes de un hombre, de cuyo completo corazón se sentia totalmente poseída, y al que esperaba ver en cada carruaje que se oía pasar.
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IL POSTINO
domingo, 21 de julio de 2013
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