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IL POSTINO

IL POSTINO

domingo, 22 de agosto de 2010

NATURALEZA COMULGABA CON MI DESESPERANZA

Era cerca del ocaso de un día de canícula,
justo en el primer instante del crepúsculo
que la brisa aletargada espera para escaparse,
el ave para esconderse, el sapo para reptar,
donde la flor vuelve a cerrarse así como un párpado,
y que hace estremecerse al árbol y canturrear a la piedra.
Solo, a pasos discontinuos, distraídos y torpes,
yo atravesaba el más salvaje de los lugares,
en los despeñaderos desconocidos por los turistas.
¡Oh! Estaba bien esto que necesitaba a mis ojos tristes.
Peñascos, brezales, bosques, montes, rastrojos ásperos
en los pequeños árboles torcidos, desmedrados y cortados,
toda esta naturaleza ebria de fantasía
rezumaba la somnolencia y el salvajismo.
Así como yo bebí la sombra, y hablé a solas
sobre este montón rocoso, confuso y desmembrado,
cerca de los barrancos muy abiertos como los pozos de éxtasis,
y dentro de estos terrenos planos donde los remolinos de lodo,
bajo las nubes bajas de un verde de vitriolo,
se revelaban a lo lejos por la danza del sol
y por un bullicio de juncos achaparrados y empinados.
Una lluviecita con las gotitas frías
empapaba lentamente estas vegetaciones y estos agujeros,
y todo hacia allá, en el fondo de los lejanos grises y rojos,
el sol cubierto de bruma se desplomaba sobre la cima
de los bosques dominando el río, -un abismo
impetuoso y sordo que se precipitaba
contra los altos granitos donde su vapor ascendía.
Muy sólo dentro de este desierto árido y pintoresco
del que los matorrales parecían sacados de una pintura,
yo erraba, aventurándome sobre los ascensos al pico,
escalando las rocas, deslizándome como un áspid
a través de las gramas humectadas por la bruma,
y hundiéndome entre las piedras llenas de escoria
Los alientos de cerca y de los grandes vegetales
sobre las alas del viento me llegaban de las mesetas,
y dentro de los aires enfriados y cada vez más pálidos,
los pájaros arremolinadores graznaban con largos estertores
otra vez inauditos para mí, el ser indiscreto
del que el campo hizo su interlocutor;
para mí que puedo comprender todos los gritos del espacio
y distinguir el ruido de una hormiga que pasa.
En todas partes la soledad inmensa donde las rocas negras
se alzaban de lado a lado en forma de apagavelas
y liberando de su inmovilidad misma
un fatidismo intenso y de un horror supremo.
Y todo eso sufría tanto como yo,
que allí podía mirar mi dolorosa conmoción
y todos los sobresaltos de mi triste pensamiento:
Bien antes de que la noche misma hubiera comenzado,
esperaba que el valle, o la ola, o el barranco,
con el sonido de la voz de un espectro y de un adivino
continuaría mi salvaje y afligido soliloquio.
Mientras que la niebla colgaba como un andrajo
sobre el torrente espumoso que aullaba a mis pies,
una casa solariega me mostraba sus bloques estropeados,
y, mezclando su ruina a mi desesperanza,
importunaba mi vista a fuerza de atracción.
Un cierto trozo de muro sobre todo: gran devastado
de la melancolía y de lo viejo,
masa esperando el término inminente de su caída,
actualizada como un esqueleto y del que la morgue cruda
le daba un aire grave y del más allá de los tiempos
que parecía desafiar el rayo y los vientos del sur.
¿El eco se volvía doble, y por imposible
el silencio se tendría una fórmula audible
dentro de este desierto horadado, tortuoso y jorobado?
Seguramente entonces mi oído percibió
los murmullos apagados, asfixiados y monótonos,
pareciendo venir del fondo de invisibles cisternas:
Algo vago y más consternado
que el vagido de un niño recién nacido,
como la risa horrible de un monstruo inconcebible
que se quejaba muy a lo lejos dentro de una cueva imposible de encontrar.
Ahora bien, todos estos ruidos estaban tan sugeridos, tan furtivos,
tan melódicamente menores y tan lastimeros,
que en medio de las retamas acercándose a mis hombros
yo lloré dentro del viento como los pobres sauces,
y, el corazón lleno de pavores sagrados y solemnes,
agradecido de las rocas de ser también fraternales
para con el desgraciado novio de la tumba
quien las consideraba a la hora donde la noche cae.
Y me dije: "Yo soy el Peregrino atormentado
por la naturaleza: a mí su plena intimidad
que me interroga o bien que me escucha a toda hora,
¡y que sabe el secreto de las lágrimas que yo lloro!
Yo la amo y yo la temo, ya que yo siento en todos los lugares
abrirse y cerrarse sus invisibles ojos
móviles y videntes como los ojos de un ser,
y cuya ubicuidad me abraza y me penetra;
ya que sé que su alma tiene la intuición
de mi alma donde se retuerce la desolación,
y que, para estar diseminada y nunca agotada,
ella no es menos que la hermana de mi pensamiento:
viendo el aspecto duro y terrible que ellos tienen
yo llego a fantasear que los peñascos no son
más que una fijación de fecha de su revuelta antigua;
mi vértigo es el suyo; mi dolor es el suyo;
ella sufre con un taciturno espanto
el misterio infinito de su principio
y del destino tenebroso que persiguen las cosas
dentro del curso impuesto de sus metamorfosis.
Sus flores son el oropel de un flanco martirizado;
a ella misma, su primavera no es más que un luto disfrazado
y su orden aparente, formal y mecánico,
más que la aceptación de una esclavitud malvada.
En adelante resignada al destino que la muerde,
ella produce sin cese pensando que la muerte,
los cambios radicales y los caos fúnebres
duermen dentro de la duración en el vientre de las tinieblas;
y sus sueños que son los míos hacen su torpeza,
su despeinado, su temor, su estupor,
¡su ráfaga que brama y su cielo que medita!"
Así comprendía a la naturaleza maldita,
así dentro de este barranco, delante de esta vieja casa solariega,
ella comulgaba con mi desesperanza,
y daba ritmo por niveles a su spleen espantoso
con los latidos de mi corazón lamentable.
Mientras que la noche venida a este momento
arrastraba su gradual y taciturna modestia
dentro del color y el ruido, dentro del soplido y del aroma,
y mojaba lentamente de su llanto de fantasma
a los malos hongos muy hinchados de venenos.
Los árboles figurando demonios y seres deformes
parecían menos prisioneros que fastidiosos de la tierra
que ellos recubrían de pavor, de fantasía y de misterio.
Bajo la lividez sideral de los cielos
los búhos maullaban un suspiro ansioso
y las serpientes guardacaminos pasaban dentro de la llovizna.
Es entonces que la sombría y lúgubre ruina
me pareció netamente pintada sobre la niebla,
y que el trozo de muro color de coche fúnebre
pareció estremecerse sobre la colina oscura
y se puso a brillar muy negro en el claro de luna.
¿Pero de dónde me llegaba pues esta espantosa voz?
¡Oh! esto no era ni el agua, ni el viento, ni los árboles
de los que las ramas chasqueaban como banderolas,
¡que descargaban sobre mí estas terrible palabras!
¡No! esta voz venía de las ruinas: era
la casa nostálgica y loca que sollozaba
su lamento furioso, íntimo y familiar
y que aullaba de aburrimiento dentro de sus grilletes de hiedra.
Y eso resonaba como un Dies Irae
que la muerte a ella misma habría vociferado:
¡Esto era el chillido de la piedra que sufre!
Y de repente, el ataúd se entreabrió como un abismo
al fondo de la pesadilla que me raptaba del suelo;
yo me vi cadáver embalsamado de fenol;
el mundo con la mirada seca y fría como una limosna
silbó la partida de mi ataúd en madera amarilla,
y yo circulé dentro de la sombra, para siempre arrastrado,
equipaje de la tumba y de la eternidad.

1 comentario:

marijo dijo...

Simplemente hermoso.