En el fondo de una bañera ella admira sus caderas
sobre el espejo cambiante de un cristal encantado,
y con las pantorrillas cruzadas, ella extiende sus manos blancas
sobre los bordes de la piscina que aspira su belleza.
Los grifos de cobre con figura de cisne
tienen la apariencia de sonreírle y pavonearse,
y sus gotas a veces parecen hacerle una señal
como para rogarle hacerlos girar.
Sobre un asiento, sus medias cerca de sus ligas
conservando la redondez de su vivo tesoro;
sus botines de seda en los empeines altivos
no esperan más que su pie para colear como pez otra vez.
Su vestido de satén colgado al perchero
tiene los reflejos furtivos de una piel de serpiente
y parece haber cuidado la gracia y el misterio
de aquello cuyo aroma en sus pliegues se esparce.
Sobre la mesa donde lo ve devorar su cuello,
como que la lleva al tiempo de Henri Trois,
sus guantes que cubre de adornos, a pesar de su comportamiento distraído,
obedecen aún al molde de sus dedos.
Su tocado es provocador con su largo penacho,
y su corsé que entreabre termina de poner nervioso.
Collares y brazaletes, todo eso que la adorna
luce bajo la sombra y atavía mágicamente con soñar.
Y mientras que un relámpago sobre sus ojos relumbra
viendo que su cuerpo hace un tan buen perfil,
el corcho que vacila al borde del cordel
cosquillea en lo que oculta la figura de su seno.
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IL POSTINO
miércoles, 28 de julio de 2010
LA BAÑISTA
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