Sentado a lo largo del muro dentro de sus dos pequeñas butacas,
los dos bebés calzados de botitas azules,
miraban enfurecerse los bosques de varios lugares
donde el otoño ya tendió sus duelos posteriores.
.
Al lado del mínino grave y dulce como un apóstol,
uno al lado del otro ellos están allí, los gemelos atónitos,
los dos tan parecidos de rostro y de hábitos
que su madre ya se equivoca y les toma el uno por el otro.
También, sobre el camino, la silla poltrona en asientos
se detiene para mejor ver sus enajenamientos gentiles
que una barrera exigua, fijada por dos cabecillas,
aprisiona tan poco dentro de sus butacas enanas.
Con la humedad de la flor que les rocía,
su boca de veinte meses muestra sus dientes de leche,
o se cierra trazando sobre su carita locuela
un acento circunflejo adorablemente rosa.
Sus cabellos rizados donde la luz duerme
tienen la suavidad vaporosa de las aureolas,
y, sobre sus frentes benditas por los ángeles de los limbos,
se enredan, retorcidos en menudos ganchos dorados.
A veces, dando golpecitos con sus frágiles manitas
a la tablilla con rebordes donde duermen sus títeres,
dan gritos vivos, triunfantes y traviesos,
con la inconsciencia exquisita de los aldeanos.
Muy encantados cuando sus ojos reencuentran por casualidad
la mosca que zumba y que hace el ir y venir,
se les ve desvanecerse, reír y sobre su babero
salivar de felicidad con el aspecto de un lagarto.
Inclinando hacia ellos sus campanillas jaspeadas,
la enredadera trepadora del viejo muro sin capa de pintura
forma un marco oloroso que se mueve y que susurra
alrededor de estos duendes en vestidos de muñecas.
Y mientras que venido de los horizontes tristes,
el céfiro repule al descubierto sus codos con fosetas,
uno se divierte en pellizcar sus pequeños calcetines,
y el otro, su collar de marfil en los anchos lunares.
La gallina, sin lanzar un cloqueo de alarma,
mira sus polluelos aventurarse alrededor de ellos,
y el perro acuclillado les vigila a los dos
con un ojo melancólico donde tiembla una lágrima.
El campo que muere parece querer mezclar
su estertor de agonía en sus frescos parloteos;
muchos pajaritos para ellos retardan sus viajes,
y dentro de un trino parecen llamarlos.
El follaje mudo que pierde sus perfiles,
viéndoles, se cree en la temporada de los nidos;
y la flora de los bosques y de los estanques amarillentos
sopla su último bálsamo a sus ventanas nasales puras.
Pero ahí está que cada uno, inclinando su bonito cuello,
entrecierra sus ojos de los que el párpado tiembla;
una misma languidez les hace bostezar juntos
y los dos a la vez se duermen de repente:
Mientras que debajo de la tierra ansiosa
el sol se esconde al fondo de los cielos plomizos
y que el crepúsculo, cubre de bruma a los bebés,
sirve a su dulce sueño su paz silenciosa.
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IL POSTINO
miércoles, 11 de agosto de 2010
GEMELOS ANTE LA NATURALEZA
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