En el alba, a la hora exquisita donde el alma del saúco
besa en el borde de las ciénagas la tristeza del sauce,
Jeanne, pies y brazos desnudos, el aguijón sobre el hombro,
conduce por el camino su vaquilla al toro.
.
La fraternidad errante de sosegadas hembras,
llenitas Venus de la animalidad,
que, dentro de una indiferencia llena de buena salud,
se van a pasos iguales como dos hermanas gemelas.
Si la ubre está pesada, los pechos están también cargados,
la una tiene los cabellos tupidos, la otra las crines opacas,
y sus ojos son semejantes a estos pequeños charcos
donde la Luna proyecta un rayo de terciopelo.
También, rocas y matorrales, los robles y los rastrojos
parecen decirles, emocionados de esta humilde unión,
que en este día es la fiesta y la comunión
de las formas, de la claridades, de los ruidos y de los aromas.
Un solo punto los separa, y este allá, es todo:
seducida una bonita mañana por la Serpiente hecha hombre,
en los ramos del Placer, Jeanne cogió la manzana,
mientras que la vaquilla es virgen de todas partes.
Sus cuernos en los extremos negros, arqueando sus finas puntas,
engalanan su dulce rostro; y de una apariencia ingenua,
toda nueva, ella aporta a su macho desconocido
sus labios de virgen herméticamente juntos.
Ellas se van así a lo largo de los escaramujos
donde la Aurora lloró su diluvio de perlas,
y el vuelo de los pájaros carpintero, de los charlatanes y de los mirlos
les roza y les sigue por encima de los senderos.
Pronto, sobre su trayecto, la brisa otra vez húmeda
embalsama su murmullo y calienta su suspiro;
la liebre, a campo traviesa, vaga y viene a acuclillarse,
y el cielo sonríe de nuevo en el agua que vuelve a resplandecer.
La vaca, en mal de amores, brama, el cuello tenso,
o huele las hierbas, sin peligro que ella muerda;
y la chica, cantando, la lleva por la cuerda,
ebria y serena al fondo de esta región perdida.
De repente por el callejón donde marcan los hierros del asno
y cubierto al centro de caca de carnero,
se viene a su reencuentro, y de prisa, Jeanneton
reconoce al bonito tipo por el que su corazón se condena.
Ellos llegaron. Aquí está la bandada de patos
que zambulle y se anima sobre el lago color de aceite,
el gallo sobre su estiércol, la paloma sobre su tejado,
y los dos perros gruñones, rojizos como los zorros.
Todos los granjeros están allá dentro del corazón de la propiedad,
desde el abuelo mofletudo hasta el pastor cauteloso;
uno de ellos fija en los barrotes de un carro de heno
a la vaca que muge, se espanta y anda ajetreado.
Se hace grupo, se instala alrededor del carro,
y pronto el taurino se avanza con un paso firme,
dejando caer el moco y gotelear germen,
achaparrado, la cabeza corta y el pie pobre.
Él viene; su largo rabo, áspero y bien enmangado,
sobre los muslos, los costados, y hasta sobre los riñones
agita al retorcerse su penacho de cerdas
donde pegan los coágulos de boñiga endurecida.
Frente huraña, mal de cuernos, los ojos ensangrentados y locos,
él balbucea delante de ella como una soplador de fragua;
y la papada arrugada que se hunde de su cuello
flota masivamente y le sacude las rodillas.
Partiendo de su lengua rasposa, enorme y violeta,
él registra sus ventanas nasales alternativamente,
y por un gutural y ronco bramido
él aborda de un trazo la vaca que jadea.
Entonces, estos animales temblorosos y muy emocionados,
como para contarse los celos que les agotan,
se aspiran largamente, se relamen, se abrazan,
cuerno a cuerno, y juntando sus gruesos hocicos chatos.
Graves y solemnes, cerca de este carro,
ellos tienen la apariencia de comprender, con el libre instinto,
que ellos van a darse allí, bajo el ojo blanco de la Mañana,
el gran beso de Amor que puebla la Naturaleza.
Por fin, cuando él pusó su hocico en el buen lugar,
el Marrón, a los rayos frescos del sol que se dora,
olfatea dentro del viento la fragancia que él adora
y se prepara, indeciso, cojo y torpe.
Él camina de espaldas, da vueltas, tuerce;
además, habiendo consultado su reciente vigor,
lanza su nervio puntiagudo dentro de toda su longitud,
y se arrebata poderoso, fiera y melancólico.
Pero, desequilibrado tan pronto que él está de pie,
él usa, en tantear, su ardor que sucumbe:
Él se monta y se dobla, él trepa otra vez y vuelve a caer;
y sin embargo, el toro no puede otra vez.
En vano las pullas llueven del pequeño grupo:
él se recoge en ella para un nuevo asalto,
él vuelve a oler, vuelve a lamer, él se levanta en sobresalto,
y ahí está que él vuelve a coger a la vaca por la grupa.
¡Ah bravo! ¡esta vez, la monta aguantó!
claro, no es menester que el becerro recomience:
Él tiene, un chorro supremo, gasta su esperma
¡hasta dentro de lo extremo de la maternidad!
Y mientras que la vaca, absolutamente inerte;
fermenta un encanto que no puede exhalarse,
el toro cubre otra vez, antes de abandonar,
la virgen de veinte meses que él tiene tan bien abierta.
Ahora bien, Jeanne y su galán vigilados por los Viejos,
habiendo visto todo aquello sin poder decirse nada,
intercambian mejorando al otro los besos de la sonrisa
y las caricias de los gestos y de los ojos;
Además, el deseo mojando su pupila llameante,
llena de largas miradas vertidas discretamente,
los dos convinieron, por una señal solapada,
de verse hoy, justo cuando la noche está cayendo.
Pero, con la salida del Amo de cabellos blancos,
termina esta humilde escena en los actores tan natural:
Cada uno se va; el Marrón regresa a su pastura,
la vaquilla, ojo medio cerrado, sigue a la chica a pasos lentos.
Y Jeanne se regresa, voluptuosa y rosa,
fantaseando que esta noche, a la hora de los sapos,
ella, bien menos boba, y él, bien más dispuesto,
bajo la Luna ellos harán, los dos, la misma cosa.
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IL POSTINO
jueves, 5 de agosto de 2010
PASIÓN TAURINA
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