Temblorosas, arrugando su piel gris moteada
al menor rozamiento de céfiros y de moscas,
las potrancas, no lejos de los grandes toros salvajes,
trotan sobre los bordes del pastizal aislado.
Dentro de este valle tranquilo donde las zarzas vegetan
y que cubre de bruma el horror de los juncos extendidos,
la langosta une su agrio ruido
a los relinchos cortos y estridentes que ellas sueltan.
Alzando sus corvas finas y su cuello con mucho cabello,
ellas tiemblan de miedo al ruido del tren que pasa,
y sus ojos inquietos interrogan el espacio
desde el árbol leproso hasta el peñasco velludo.
Y mientras se oye pronunciar las sílabas
en los ecos del barranco lleno de sombra y de estrépito,
ellas hinchan al viento sus ollares delicados,
orgullosos como los de la zebra y las yeguas árabes.
El chaparrón del que el sol se embalsama, y que dentro del agua
crepita dibujando los círculos que se entrelazan;
las láminas de plata blanca que pulen y paralizan
el tronco del joven roble y el del abedul.
Una liebre que se sienta sobre las espumas crespas;
los carros quejumbrosos dentro de un camino profundo:
tantas visiones dulces que satisfacen
la curiosidad de las potrancas hartas.
Lo mismo considerando a los charlatanes y los arrendajos
que vienen en plan de amigos a contarles historias,
ellas tienen todo el brillo de sus pupilas negras:
¡Es el fuego centelleante bajo los globos de azabache!
Ellas mezclan a menudo a sus dulces discordias
el ávido recuerdo de sus madres yeguas
y van con vivos y gentiles movimientos
a mordisquearse el vientre y tetarse entre ellas.
Su grupa se pavonea, y su copete alegre,
se escapan del cabestro en cuero que les ata,
a veces sobre su frente plana deja ver una mancha
ovalada de pelos blancos alisados como los ojos.
Alrededor de los castaños que pierden su corteza,
ellas debieron pasar la noche en el aire brutal,
ya que el rocío, con sus gotas de cristal,
diamanta las puntas de sus crines torcidas.
Pero pronto el sol llameante como un infierno
despertará su cola a los golpeteos soberbios
y dará lustre entre las mojaduras de las hierbas
a sus pequeños pezuñas rubias otra vez vírgenes del hierro.
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IL POSTINO
jueves, 5 de agosto de 2010
LAS POTRANCAS
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