Más aún, el señor Goliadkin conocía plenamente a ese hombre, sabía incluso cómo se llamaba, cuál era su apellido. Y, sin embargo, para decirlo una vez más, no hubiera pronunciado su nombre por todo el oro del mundo ni hubiera confesado que se llamaba así, que tal era su patronímico y tal su apellido. No puedo decir si el aturdimiento del señor Goliadkin duró poco o mucho, ni cuánto tiempo permaneció sentado al borde de la acera, pero al fin se repuso un tanto y echó a correr cuanto le permitían sus piernas, sin mirar atrás. Iba jadeante, casi desalentado. Tropezó un par de veces y a punto estuvo de caer, y una de esas veces el otro chanclo del señor Goliadkin se despidió de su correspondiente bota. Finalmente el señor Goliadkin acortó un poco el paso para tomar aliento, echó una ojeada fugaz a su alrededor y vio que, sin advertirlo, había recorrido su camino habitual a lo largo de la Fontanka, cruzado el puente Anichkov, seguido un trozo del Nevski Prospekt, y que estaba ahora en la esquina de la calle Liteinaya. Su estado en ese momento era análogo al de un hombre que
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IL POSTINO
sábado, 22 de marzo de 2008
CONOCÍA SU NOMBRE , Sosias , Dostoievski
se halla al borde de un horrible precipicio
cuando la tierra se desmorona bajo sus pies,
tiembla, se mueve, oscila por última vez y se hunde,
arrastrándolo, en el abismo, mientras el cuitado carece de bríos o fuerza de voluntad para dar un salto atrás, para desviar los ojos de la sima voraz. El abismo lo llama
y él mismo acaba por lanzarse en él, ansioso de apresurar su fin.
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