Siempre que salgo de casa, doy las dos vueltas a la llave. Me sorprendió que sólo estaba echado el picaporte, y supuse que habría entrado el portero para dejarme alguna carta sobre la mesa.
Entré. Aún estaba encendida la chimenea; los resplandores del fuego esparcían alguna claridad por la estancia. Acerqueme para encender una luz y vi a un hombre que, sentado en mi sillón, se calentaba los pies, mostrándome la espalda. No sentí miedo. ¡Ah, ni la más insignificante zozobra! Una suposición muy verosímil cruzó mi pensamiento; supuse que alguno de mis amigos fue a verme, y el portero lo hizo entrar para que me aguardara. Y de pronto recordé su prontitud en abrirme la puerta de la calle y la circunstancia de hallarme la de mi cuarto cerrada sólo con picaporte.
Mi amigo dormía profundamente. Un brazo colgaba fuera del sillón y tenía las piernas una sobre otra. Su cabeza, inclinándose, indicaba un sueño tranquilo. Entonces me pregunté:
Y cuando puse la mano en su hombro..., el sillón estaba ya vacío.
Retrocedí, como si un peligro espantoso me amenazara.
Pero soy hombre sereno y pronto recobré mi sangre fría. Me dije:
Y reflexioné inmediatamente acerca de semejante fenómeno. El pensamiento vuela en tales circunstancias.
Pero mi espíritu no se había turbado, mi juicio funcionaba mientras sufría natural y lógicamente;
Solamente se habían engañado mis ojos, y su engaño fue origen del error mental. Habían padecido los ojos un extravío, una de las aberraciones visuales que parecen milagrosas a las gentes incultas. Era un poco de congestión, acaso.
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