Al amanecer, la claridad me tranquilizó y dormí sosegado hasta el mediodía. Todo había concluido.
Fue una fiebre,
una pesadilla,
¿quién sabe?
Sin duda estuve algo enfermo.
Sólo sentí al despertar
mi cerebro atontado.
Pasé alegremente aquel día; comí en el restaurante; fui al teatro; luego, me dispuse a retirarme. Pero, camino de mi casa,
una inquietud angustiosa
me sobrecogió.
Temí encontrarlo;
no porque me infundiera miedo verlo, no porque imaginara real su presencia; temía sentir de nuevo el extravío de mis ojos,
mi alucinación,
miedo al espanto sin causa.
Durante más de una hora estuve arriba y abajo por mi calle hasta que,
//////juzgando imbécil mi temor,//////
entré al fin en casa.
Iba temblando
hasta el punto de que me fue difícil subir la escalera.
Estuve diez minutos en el descansillo, hasta que tuve un momento de serenidad y abrí. Entré con una bujía en la mano, di un puntapié a la puerta de mi alcoba,
y mirando ansiosamente
hacia la chimenea,
no vi a nadie.
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