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IL POSTINO

IL POSTINO

domingo, 8 de agosto de 2010

EL VALLE DE LAS MARGARITAS

Es al fondo de un barranco fantástico e imponente
donde muchos peñascos asquerosos se ladean y levantan la frente:
una especie de pozo gigantescamente redondo
del que el agua no hubiera servido más que para hacer crecer la hierba.

Allí, el misterio emocionado desplegando sus dos alas
fantasmagoriza el aire, los pasos y los reflejos:
Parece, en este lugar, que duendes alocados
cuelgan sus zigzags en los de las señoritas.

El horror de los alrededores encierra las cercanías;
el eco ya no porta el silbido de los cortejos;
sus murmullos velados tienen la red de voz
de las gotitas de agua que filtran bajo las rocas.

Está tan muerto y tan fresco, esto flota, esto vaga,
tanto silencio nuevo, ruido inaudito,
que se presiente siempre en este valle perdido
¡alguna aparición indefinidamente vaga!

Nunca conoció ni carneros, ni cabras,
ni pastora que cante sosteniendo su tejido;
los tallos de azulejos y de amapolas
nunca hicieron agitar sus pequeños manojos:

Pero, entre sus grandes acebos rectos como las garitas,
este valle, tan lejos de los campos, de las praderas y de las casas solariegas,
oculta, todos los veranos, sus hierbas tupidas y negras
bajo un hormigueo de altas margaritas.

Coro vibrante y mudo, inocente y apacible,
donde cada margarita, al lado de su hermana,
tiene movimientos blancos de una extrema dulzura,
dentro de la multitud compacta y sin embargo flexible.

El pájaro, para rozarles, abandona el olmo y el arce;
y la mariposa gris, dentro de un blando unísono,
ya confunde su color, su gracia y su estremecimiento
cuando viene a posar su cuerpo imponderable.

El Gnomo en faetón ve dentro de cada una de ellas
una pequeña rueda en el cubo de oro inflado,
y el Elfo deslizando piensa que él cayó
sobre una nube amiga de sus aleteos.

La Naturaleza contempla con solicitud
este pequeño pueblo endeble, ondulante y tembloroso
que ella hizo muy urgente para poner un abrigo blanco
en la virginidad de esta soledad.

Se diría que el viento que nunca las hiere
quiere salvar aquí a las flores de los grandes caminos,
que gustan a los ojos puros, tientan a las manos tristes,
y que el Amor miedoso consulta en su angustia.

Ningún aroma sale de su corola pálida;
pero en lugar de un perfume mortal o corruptor,
ellas soplan a los cielos la mística fragancia
de la simplicidad de las que ellas son el emblema.

Y todas, murmurando imperceptibles frases,
parecen agradecer al azur que, tantas veces,
a pesar del muro de rocas y la cortina de bosque,
su cultivo dormido de tan cerca de sus lejanos éxtasis.

Antes que la mañana, con sus dedos de ópalo,
no hubiera otra vez limpiado sus lágrimas de la noche,
ellas harían fantasear a las vírgenes del aburrimiento
que se despiertan en llanto, y la cara más pálida.

El sol les bendice de sus ojos sin párpados,
y, fraternalmente, este Abismo-Paraíso
recibe, como un beso de los alrededores malditos,
el alma de los vegetales y el suspiro de las piedras.

Y además, la querida tribu, cuando el anochecer se concluye,
bajo la Luna de plata que se juega a través,
llegan a ser, entre sus acebos luminosamente verdes,
un vapor de leche, de cristal y de armiño.

Y es entonces que ven las formas largamente veladas,
dos espectros del silencio y del aislamiento,
moverse de lado a lado, armoniosamente,
sobre este lago adormecido de blancuras estrelladas.

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